Buena parte de esos discos surgieron en los años cincuenta, cuando había un público jaranero que tenía dinero en los bolsillos y quería bailar con orquestas potentes, encabezadas por vocalistas lenguaraces que facturaban canciones pícaras. Nada que ver con las baladas lloronas sobre dramas matrimoniales que, se supone, ahora constituyen el grueso de la producción de Nashville.
Eran tiempos también de extraordinarios instrumentistas. Merle Travis, Speedy West o Jimmy Bryant eran acróbatas de dedos voladores que ponían a prueba las habilidades de los bailarines. Muchos de estos discos se registraron en California, con los mismos ingenieros que grababan el pop del momento. Y lo hacían en un ambiente de libertad expresiva, antes de que se codificaran los estilemas del country.
Y las letras, que a veces ignoraban la moral dominante. El descaro de Jean Shepard anunciando que va a buscar el lugar donde le den el doble de amor en la mitad de tiempo. Sin olvidar la arrogancia de Faron Young: “quiero dejar a un montón de mujeres felices/ pensando cosas lindas sobre mí/ quiero vivir rápido, amar intensamente, morir joven/ y dejar un maravilloso recuerdo”.
Con todo, hay que reconocerlo: no les van a sonar la mayor parte de estos artistas. Y si lo hacen, tal vez sea por los motivos equivocados. Por ejemplo, el violinista Spade Cooley es un personaje recurrente en algunas novelas de James Ellroy, más por un truculento episodio criminal que por su talento como líder de banda. Y talento es lo que abunda en estas 16 apabullantes.
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