La Guillot es el bolero

Por Gladys Palmera. Publicado el 17 de junio de 2016

 

Olga Guillot tenía la voz morena, dulce y rasgada. Su porte era el de una columna egipcia decorada con arabescos y brillantina. Cantaba boleros a quemarropa, sin dejarse nada dentro. Olga era un torrente de pasiones exaltadas a medio camino entre el drama griego y el culebrón latino, de lo sublime a lo estrafalario. Muy a su pesar, las malas lenguas arremetían contra esa tendencia desquiciada a desbordarse y a abrir su pecho en canal para complacer al público.

Porque sí, la Guillot era excesiva, una diva digna de la ópera más trágica pero para su gloria, pudo presumir -y bien que lo hizo- de no haberse quedado jamás a medias. Su oronda corpulencia y la carnosidad de su rostro le conferían un porte de hembra en celo rabiosa y desgraciada que pronto colisionó con el estereotipo de bolerista de la época, de mayor ternura y aspecto frágil. Nada que ver.

Escucha a Olga Guillot en Este Amor Salvaje


 


 

La Guillot fue la voz ronca mejor pagada de Latinoamérica, aunque por azares de la vida, fue primero diva en los escenarios y luego en las listas de éxitos. El primer contrato le vino de chipira, y tan poco creía en ese formato, que en lugar de acudir al estudio de grabación el día acordado, se perdió en una sala de cine de La Habana donde acabó afónica por el aire acondicionado. Llegó, bebió dos tragos, cantó y triunfó. Pero antes de que Puchito pusiera sus ojos en ella, Olga era la estrella más querida de una Habana ahora perdida y mitificada para siempre. Las actuaciones de Olguita eran los momentos de clímax de los cabarets más snobs: Tropicana, Sans Souci, Montmartre se rifaban a esta diva rotunda y poderosa. Tenía a la Isla rendida a sus pies, con súbditos en todas las facciones del bolero, ya que tanto populistas como refinados solo reconocía a una reina, la Guillot.

 

Dejó su tierra por la puerta de atrás, con un dólar en el bolsillo y un bebé entre los brazos. La Revolución se propuso acabar con el mal de la bohemia e impuso condiciones leoninas a los artistas, aplastando las posibilidades de progreso creativo. Como tantos otros, recaló en México, para dicha de los mexicanos. En el país azteca, amplió su cancionero, incorporando rancheras y poemas melódicos.  Así, la reina del bolero se convirtió en la emperatriz de la canción amorosa, esa que sus detractores, los que alardeban de exquisitos, acababan engullendo en momentos de sensibilidad. La voz de Olga ha sido el alarido que más he oído en mis angustias amorosas, me eleva a un estado donde solo el eros parece tener tiene importancia. He perseguido la sombra de la Guillot desde que soy joven y mi propósito ha sido condensar su recuerdo en esta hora de radio donde he intentado reflejar todo el poderío y derroche de canta al amor salvaje.