La liberación llegó también a la música: el jazz, mal visto por el régimen fascista, había regresado con las tropas aliadas. Un jazz que se identificaba con la democracia y que sirvió de base para que pícaros como Fred Buscaglione o Renato Carosone ironizaran sobre el American Dream.
Los americanos habían descubierto la forma de vida mediterránea y se aficionaron. Volvieron para rodar películas; se decía que Roma era “Hollywood on the Tiber”. Otros recalaron allí para aprovecharse de la tolerancia sexual (Gore Vidal) o huyendo de la represión policial, caso del jazzman Chet Baker, que también terminaría conociendo las cárceles italianas.
Italia vivía una expansión económica y ansiaba divertirse. Quería música bailable y eso incluía los ritmos tropicales (muchos cantantes grababan con la excelente orquesta del argentino Luis Enríquez Bacalov). Pero Italia requería además baladas, canciones de amor. No problemo, esa era una especialidad local.
En los años que denominamos de la “dolce vita” –finales de los cincuenta, principios de los sesenta- se compusieron melodías inmortales, a veces con una nueva e inédita franqueza (Gino Paoli se inspiró en el encuentro con una prostituta para “Il cielo in una stanza”).
También fueron años grandes para el cine, la literatura, incluso el pensamiento. Hablamos de Fellini, Umberto Eco, Moravia, Passolini. Aquí simplemente traemos el hermoso ruido de fondo, la coartada sentimental, la mancha del café sobre la mesa de una terraza soleada.
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