Amália Rodrigues ha sido la voz más grande de Portugal. Empezó a cantar siendo muy niña por unas monedas o algún dulce, y trabajó  en el muelle de Lisboa. Comenzó a cantar el fado, un género musical de bares de mala reputación, con una interpretación dramática de permanente nostalgia, relatando amores que se marchan para no volver, tristezas infinitas hasta situarlo en el centro mismo del corazón portugués.

Fado proviene del latín fatún, que es una especie de encadenamiento de adversidades y despedidas, propias de los puertos. El buen fado hace llorar, porque llorar es bueno para superar la tristeza, y las lágrimas son saladas y curativas como el mar.

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Considerada la música nacional de Portugal, sin embargo en su orígen se cree que procede del norte de de África, de Brasil y de Argentina, originalmente cantada por esclavos o inmigrantes como una forma de expresar su soledad, su pasión por sus seres queridos y la imposibilidad de regresar a su propio y verdadero hogar que abandonaron. Según Amália “procede del mar, de esa inmensidad que tenemos frente a nosotros y es el lamento por nuestros marineros que partieron y nunca regresaron”.

PORTUGAL - FADO - Amalia Rodriguez

En los años 40 comenzó a cantar en un local llamado Retiro da Severa que fue templo de la música popular. Por aquel entonces los fados eran considerados canciones malditas y de mala reputación. Amália pronto pasó al club más prestigioso que llegó a llenarse cada noche. Hasta el punto que las entradas comenzaron a venderse en el mercado negro. A partir de este momento, Amália fue una sensación en Lisboa.

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Por el boca a boca (no había grabado), se hizo famosa en todo Portugal continental y en las islas. Su leyenda comenzó a acumularse. Las colonias africanas de la época comenzaron a oír hablar de ella. Un embajador portugués en España la invitó a cantar en la Embajada de Portugal en Madrid. Un viaje a Brasil le permitió hacer sus primeras grabaciones.

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En 1955, gracias a la banda sonora de la película Los amantes del Tajo de Henri Verneuil, se convirtió en una cantante internacional. Y al año siguiente triunfó en el Olimpia parisino, donde sus 158 centímetros de estatura fueron suficientes para auparse por encima de quienes en su Lisboa natal seguían menospreciando el fado. L’Olympia fue el verdadero comienzo de su carrera internacional de prestigio.

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Eran los tiempos en los que la leyenda de Amália se estaba gestando. Al igual que cualquier leyenda, las historias más increíbles fueron titulares de prensa y entretenían en años oscuros a la sociedad de la nación. Contaban que había un túnel que unía su casa palaciega con el palacio del dictador Salazar para que pudiera cantar exclusivamente para él; también era una colaboradora comunista; dos de los banqueros más importantes del país eran sus amantes; algunos creían que era lesbiana; todas sus joyas se las había regalado del exiliado rey Humberto de Italia y ella las repartió entre las viudas pobres de Nazaré.

 

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Todas esas historias, además de las noticias de sus éxitos de todo el mundo, la mantuvieron en los titulares casi a diario. Aunque su inmenso catálogo de álbumes constituyen un patrimonio inestimable de su arte, solo aquellos que han estado en uno de sus conciertos saben la magia de esta artista excepcional.

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Cada año, el 22 de julio, los habitantes de Lisboa iban a su calle, para cantar sus canciones y el “Feliz Cumpleaños”. Ella llegaba al balcón, “sorprendida”, con los brazos abiertos, agradecimiento por aquí y más agradecimiento por allá, hasta que se hacía la noche.

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La Enciclopedia Larousse la denominaba, junto a Ima Sumak, Edith Piaf, Om Khalsoum y Ella Fitzgerald, una de las 5 mejores cantantes populares del siglo XX. Su muerte recibió honores mayores que la de cualquier jefe de Estado. Y la lloraron tanto como el mejor de sus fados. Ser un ídolo es no ser olvidado nunca.

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