El virus resultó benigno: se llamaba bossa nova y suponía una estilización del samba afrobrasileño. Sus creadores eran jóvenes de clase media de Río de Janeiro, previamente sensibilizados por el cool jazz. Los gringos regresaron maravillados, con melodías firmadas por un tal Antonio Carlos Jobim y algunas nociones de la “nueva tendencia”.
Se suele atribuir al The girl from Ipanema de 1964 el comienzo del boom internacional. En realidad, la bossa nova ya había llegado al nº 1 de Billboard dos años antes, gracias al éxito del Desafinado que grabó Stan Getz con otro turista deslumbrado, el guitarrista Charlie Byrd. Tal vez había un problema de nomenclatura: en 1962, lo llamaban jazz samba. Y matices en la autenticidad: se trabajaba con percusionistas no brasileños para recrear el pulso rítmico carioca.
Pero los jazzmen no son puristas. Tocaban a su modo los aires brasileños; tipos como Quincy Jones, con Soul bossa nova, y Nat Adderley, compositor de Jive samba, se subieron al carro. ¿Y quién les puede reprochar nada? El simple enunciado de esas palabras traía gratas evocaciones de playas blancas, sensualidad ilimitada y lo que entonces parecía un país en imparable ascenso, con astros tan fascinantes como Pele y Niemeyer.
Aquí reflejamos algo del monumental impacto de la bossa nova en el jazz estadounidense. Del que, todo hay que decirlo, se beneficiaron muchos artistas brasileños, que se buscaron la vida por California, como Sergio Mendes. Con esos intercambios, la bossa nova aprendió a falar en jazz, el jazz adquirió modales de garota. Y todos felices: estos esbeltos discos todavía brillan con luz propia.
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