En su tomo autobiográfico, Crónicas. Volumen 1, Dylan recoge el impacto de descubrir a Robert Johnson, en un disco regalado por John Hammond: “Desde la primera nota, las vibraciones en el altavoz me pusieron los pelos de punta. Los sonidos de la guitarra, cortantes como cuchilladas, casi resquebrajaron los cristales. Cuando Johnson empezó a cantar, parecía como un tipo que hubiera salido con armadura y todo de la cabeza de Zeus. Inmediatamente establecí una distinción entre él y cualquier otro que hubiera escuchado.”
Lo reconoció…a su modo. King of the Delta blues singers, el único LP de Johnson entonces disponible, apareció en la icónica portada de Bringing it all back home. Otros colosos del blues rural incluso se colaron en títulos de sus canciones: Blind Willie McTell, Charley Patton. Por cierto: el tema dedicado a Patton se refiere a las terribles inundaciones del Mississippi en 1927, también recordadas en The levee’s gonna break.
Para Dylan, el blues proporciona gigantes de referencia, mitologías, historia viva. Y, en términos prácticos, algo decisivo para alguien que valora la espontaneidad y la comunicación telepática: un vocabulario musical, una lingua franca compartida por su generación y las posteriores. Tocando blues se puede entender con instrumentistas que tal vez acaba de conocer. Además, el blues es pasta maleable que le permite partir de grabaciones de Otis Rush, Memphis Minnie o Muddy Waters para elaborar sus propias creaciones.
Puede que en Estocolmo no lo sepan pero, sí, Bob Dylan es un bluesman. Un culo de mal asiento, que sigue una ruta particular, impulsado por secretas obsesiones.
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