Dona Rosa, de cantante callejera a icono del fado
Su imagen no es la de una figura de la canción, sino la de una superviviente.
Pasó de cantante callejera a icono del fado más sensitivo
Cuando Dona Rosa se sube a un escenario, lo hace del brazo de Raúl Abreu, su guitarrista. Él es quien acompaña a la portuguesa, ciega desde los cuatro años de edad, a su silla, en cuyo lado tiene un vaso de agua y un triángulo. Lo que pasa a continuación no es especialmente fácil de explicar, pero lo intentaré.
Cuando la lusa abre la boca da la sensación de que se rompe, de que se deshace por dentro, con un único objetivo: reconstruirse con cada palabra y proyectar un universo que ni por asomo podemos sospechar, pero que nos eleva a otro espacio: su mundo interior. Hay algo tan intuitivo e ingenuo, y a la vez tan profundamente sensorial en el cante de Dona Rosa, que trasciende lo meramente musical.
CÓMO SONAR A LO QUE NO SUENA NADIE
Su manera de cantar es casi una performance de supervivencia: da la sensación de que se ahoga en cada palabra, de que imprime un quejío que se debate entre la torpeza y lo más puramente innato, imposible de imitar o reproducir. Esa sensación de que cada frase puede ser la última hace que cada canción suene a definitiva.
Hay algo profundamente costumbrista y, a la vez, vanguardista en su voz; pero, sobre todo, hay peligro en sus frases: algo muy difícil de encontrar en la música ultraprocesada de hoy en día. Más cerca del llamado ‘fado castiço’ o ‘fado popular’ que del ‘fado tradicional’, la sensación al oírla cantar es la de una espontaneidad ultra-naturalista. Pura intuición y todo corazón. Su exigencia reside más en proyectar lo que ella ve en su interior, que en definir su manera de cantar o en afinar o buscar la corrección en sus fraseos.
De ahí que es curioso que, aunque artistas mundialmente conocidas como Dulce Pontes, Mariza, Carminho, Cristina Branco, Katia Guerreiro o Ana Moura sean las embajadoras actuales del fado; Dona Rosa, mayor que todas ellas y sin ningún tipo de marco de referencias más allá de lo aprendido por intuición, suena mucho más revolucionaria y rupturista al acometer su cante.
Su imagen no es la de una figura de la canción, sino la de una superviviente. A la vez que parece un personaje rescatado por el Pedro Almodóvar de adoración más rural (el de su devoción por actrices como Chus Lampreave), su registro musical parecen un conglomerado en la que cohabitan Chavela Vargas, Amália Rodrigues, Stevie Wonder, Mercedes Sosa o La Niña de los Peines; su imagen es la de una vecina del Barrio Alto de Lisboa que coloca su silla en la calle para hablar con el vecindario y acometer su día a día de la forma más natural: con la que ha vivido cada día de una vida especialmente dura.
Y es que si historia es casi tan singular como su forma de cantar. Algo que puede recordarnos a historias como las de Sixto Rodríguez o parte de la cuadrilla de Buena Vista Social Club.
DE QUIÉN HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE DONA ROSA
Dona Rosa no depuró su técnica durante décadas en escenarios, rodeándose de músicos de relumbrón o compartiendo experiencias musicales con las fadistas más ilustres de Portugal. Aprendió a cantar por supervivencia. Nacida en una familia pobre del Oporto de finales de los años ’50, Rosa Francelina Dias Martins era una de veintitrés hermanos que vivían, básicamente, de la limosna.
Rosa se queda ciega a los cuatro años, a causa de una meningitis. Sus padres enseñan a ella y sus hermanos el repertorio musical tradicional portugués para cantar en las calles y pedir limosna. Pasa su infancia en varios centros de acogida que le dieron la oportunidad de acabar sus estudios y de tener mayor autosuficiencia. A los 20 años, en vez de irse con su familia a la localidad de Ovar, decide irse sola a Lisboa, donde se dedica a la venta ambulante de revistas, almanaques, flores, calendarios o lotería.
No es hasta los treinta años que se convierte en cantante callejera, convirtiéndose en una figura conocida en la música urbana lisboeta. En la década de los ’70 aparece en algunos documentales, pero es recién en 1999 cuando la historia cambia. El conocido artista austriaco André Heller se detiene a escucharla en la Rua Augusta de la capital portuguesa y queda impresionado por lo que vio. Al poco tiempo, decide contratarla para que actúe en un programa de televisión que empezaba a producir, “Vozes do Mundo”, y cuya actuación sería rodada en Marrakech; rodaje en el que acabaría conociendo al Coro de Voces Búlgaras, con las que acabaría colaborando más adelante.
Su irrupción en la televisión centroeuropea llamó la atención del sello alemán Jaro, con la que graba “Historias da Rua”, un álbum debut que se convierte en un pequeño fenómeno en el circuito de músicas de raíz, sobre todo tras pasar con éxito y asombrar a todo el mundo en la feria Womex.
Dona Rosa pasaría de ser una mendiga ciega, reconvertida a cantante callejera más por necesidad que por vocación, en una suerte de fenómeno de la música popular sumergida del sur de Europa; entrando a formar parte de festivales en países como Holanda, China, Turquía, el Reino Unido o Francia, entre otros.
SU VIDA DESPUÉS DEL FENÓMENO
Desde entonces, publicaría cuatro álbumes más (“Segredos” en 2002; “Alma Livre” en 2007; “Sou Luz” en 2012; y “Lisboa” en 2016) y, a la vez que continúa girando por todos los escenarios posibles, Dona Rosa no ha dejado de cantar en la Rua Augusta: sola, acompañada por su triángulo, con un CD colgando de su jersey, recibiendo la ayuda de los viandantes o la compra de alguno de los discos que vende de manera independiente.
De hecho, en el actual 2020 ha puesto en sus redes sociales campañas en donde pedía ayuda económica, ante la imposibilidad tanto de actuar en escenarios como en la propia calle. En Dona Rosa siguen cohabitando tanto esa mujer que desde joven se vio obligada a no sentir pudor al pedir limosna o ayuda por caridad; y la de una artista que no canta como nadie no solo porque nadie puede aprender a cantar como ella, sino porque nadie ve lo que ella ve desde dentro.