Las milongas perdidas de Atahualpa
Tras los pasos del artista que configuró la esencia de la raíz nativa y del mundo criollo en el folclor popular argentino.
Una vez existió en suelo argentino una voz andante, un peregrino de coplas, un poeta tan ajeno como propio. Con el paso del tiempo sus palabras se fueron fundiendo en una poesía plural y anónima con el paisaje de la Pampa Argentina, de los Valles Calchaquíes, de las montañas de los Andes, y por eso pueda suceder que en muchos rincones del mundo ya no conozcan su nombre; pero si una voz pasajera susurra y prendido a la magia de los caminos, por dentro respondan el arriero va, el arriero va…
Hablamos de cantos que antes fueron poemas, estos poemas ideas, y esas ideas sensaciones evocadas de la soledad de un hombre que se preguntó durante mil noches el porqué de las cosas, y encontró algún buen día que todas esas respuestas eran quizá un árbol, un monte, un arenal y una pena, o un caballo perdido. Ese hombre se hacía llamar Atahualpa Yupanqui.
No basta sin embargo con escuchar las canciones de Atahualpa Yupanqui para conocer su obra. También hay que leer sus poemas, escuchar sus anécdotas, mirar sus entrevistas, observar sus gestos, porque la obra de Atahualpa Yupanqui es precisamente él mismo.
No debemos además ignorar que la leyenda de Atahualpa Yupanqui no se abre camino en la historia a partir de un sólo hombre. Estoy convencido que convivían en él muchos otros hombres; al menos considero fundamental para comprender su obra reconocer también un Atahualpa Yupanqui antropólogo: Trato de realizar mi obra de difusión dentro del más riguroso criterio de exactitud. He realizado estudios acerca de cantares, creencias, supersticiones, y ritos de los antiguos pobladores de América.
Atahualpa estaba siempre llegando a todas partes, fue un caminante desde su primera infancia. Hijo de padre santiagueño y madre vasca, nació en Pergamino, Buenos Aires, en 1908, y desde allí recorrió a caballo interminables ciudades de toda la Argentina, el sur de Bolivia, pueblos remotos. Pero también andando llegó a Europa en 1950, cuando Edith Piaf lo invitó a tocar en París, firmando luego contrato con Chant du Monde. Aquel fue el inicio de un despliegue de conciertos por destinos interminables.
Su padre era “un pobre con libros”, como solía decir él. Gracias a eso y a la influencia de un primo poeta, Atahualpa ingresó desde muy pequeño en el mundo de la literatura. De la poesía nacional conservaba El Parnaso Argentino como una de las obras siempre visitadas de su colección. Cuando llegó a Buenos Aires por primera vez, se iba caminando a la Biblioteca Nacional unas 60 cuadras para instalarse a leer durante horas, me cuenta su hijo El Coya Chavero, con quien trato de navegar sus historias en la cercanía del relato que lo convoca.
Leyó a Herman Hesse, Walt Whitman, Hegel, Balzac, Machado, Lorca; siempre tenía a mano la Antología Rota de León Felipe. Leyó a su amigo Jorge Amado, admiraba el Cantaclaro de Rómulo Gallegos; a Ricardo Rojas, Leopoldo Lugones, por supuesto a Julio Cortázar, y tenía una debilidad especial por Jorge Luis Borges y Pablo Neruda –con quien compartía una profunda admiración y una fuerte amistad–. La biblioteca de la casa era inmensa, por lo que se leían en voz alta con Nenette (su esposa) recostados, antes de dormir, me cuenta El Coya Chavero. Cuando uno se cansaba retomaba el otro, y así… de pronto hacían alguna pausa para reflexionar.
Atahualpa Yupanqui llegó a conocer muy bien a Neruda. Relató en varias oportunidades cuando fue hospedado en Chile por el poeta, con quien pasaron juntos 15 días, los cuales recordaba con especial alegría. Me levante a la madrugada cuando murió Neruda y lo encontré a mi padre solo llorando en el living. Había un amor fraternal muy grande por ese hombre, me confiesa El Coya.
Entonces encontramos a un Atahualpa como portador de artes, admirador a corazón abierto y practicante de una renuncia cotidiana al ego del artista. Cuando le preguntaban por su canto y su música siempre respondía con humildad: Yo sé que mi canto es fiero. Lo lindo de mi canto lo pone la montaña, evocando el comentario que aprendió de un gaucho pasajero.
Bach era una necesidad personal, una necesidad de recuperar aquello que la vida cotidiana nos va robando. Era el regreso a la paz, a lo profundo de la mirada, medita El Coya mientras menciona otros compositores que sonaban en el gramófono de su padre: Albéniz, Granados y Tárrega, transcripciones para guitarra de obras de Schubert, Liszt, Beethoven y Schumann.
El tango que le gustaba era el de Pichuco (Aníbal Troilo). El diálogo era siempre sobre la música. Yo los veía charlar como niños, pasaban horas conversando sobre la música, la interpretación, sobre las formas de aproximarse al canto. Atahualpa solía ir seguido con Nenette a Corrientes y Maipú, a una confitería, a escuchar y bailar tango o folclor.
La figura de Nenette en la vida de Atahualpa Yupanqui es fundamental. Se conocieron en 1942 y desde allí se convirtieron en compañeros de viaje inseparables. Fue co-autora de muchas canciones, tales como Luna tucumana, El alazán, Indiecito dormido, Chacarera de las piedras, Zamba del otoño, El arriero, etc.; obras que firmaba con su seudónimo “Pablo del Cerro” (Pablo por su segundo nombre (Paule) y del Cerro por su lugar en el mundo (Cerro Colorado, Córdoba, Argentina).
En ese mismo Cerro, cuando caía la noche, mis padres ponían dos sillas de mimbre afuera, mi madre llevaba el brasero, el mate y tocaba en la guitarra algunas obras clásicas. Yo escuchaba, recuerda con una próxima lejanía El Coya.
En su nombre, Atahualpa Yupanqui encarna a los Incas del Tahuantinsuyo, desde su invocación ya está narrando historia. Tiempo después de haber elegido aquel nombre descubrió su significado en lengua quechua: Ata, venir; Hu, de lejos; Allpa, tierra. Por su parte, Yupanqui quería decir “contar, narrar”.
Su nombre significa: “el que vino de lejanas tierras a contar”, quizás sea por eso que nos ha dicho todo lo que tenía para decir.
A lo largo de sus años de contemplación y de viajero incansable, llegó a concluir que la milonga sonaba a selva, la pampa Argentina era el cielo al revés; y en Akita, Japón, descubrió el otro lado del espejo del norte argentino. Pienso que de veras, alguna vez gentes de estas latitudes anduvieron con el Kon-Tiki, poblando el altiplano, le contaba a Nenette en una de sus cartas desde el país asiático, en 1964.
Atahualpa se crió entre hombres vinculados al caballo, a la zamba bien bailada, sin idea de farra ni de fiesta, sino como ceremonia al ritual, precisaba en una de sus tantas entrevistas. El caballo en el universo de Atahualpa era un símbolo sagrado. Supo decir: un hombre a pie es sólo la mitad de un hombre, porque le falta su caballo. Me cuenta su hijo que le conoció un único caballo: “El Extraño”. El zaino murió ya de viejo, a pocos metros de la casa.
Jamás leímos nada de Atahualpa al respecto. Era algo demasiado intimo de él. Venía al cerro, disfrutaba de muchas cosas, pero después de eso ya no fue lo mismo.
Aunque vivió sus últimos años en la capital francesa nunca podría olvidar sus raíces: Salgo a caminar por las calles de París, pero salgo lleno de pampa, ¿eh? Atahualpa Yupanqui se cayó del alma (como le gustaba decir a él) en Nimes, Francia, en 1992, y sus cenizas descansan en los jardines de su casa en Cerro Colorado, a la sombra de un roble junto a las de Santiago Ayala El Chúcaro.
Contaba el mismo Atahualpa que durante su juventud, luego de cantar en una guitarreada por Tucumán, escuchó a un paisano comentarle por lo bajo a su compañera: el que canta esas cosas no se va más de este mundo. El dicho le resonó fuerte, y desde allí se encomendó la tarea de permanecer en este mundo pero convertido en versos. Su mayor deseo era que algún día el nombre de Atahualpa Yupanqui se convirtiese en lo anónimo, un ser desconocido sin nombre, sin imagen, una copla errante.
Hay muchas cosas de las que Atahualpa nunca habló y sin embargo a lo largo del tiempo me di cuenta que las aprendí de él. Debo confesar, como él ya lo ha dicho todo, me siento un impostor frente a la tarea de responder quién era Atahualpa Yupanqui, porque, por supuesto, es algo que él ya nos había contado.
¿Quién soy? Pues soy un argentino, cantor de artes olvidadas, que camina el mundo para que los pueblos no olviden el mensaje sereno y fraterno de los paisanos de mi tierra. Aspiro a expresar los tres misterios argentinos: la pampa, la selva y el misterio de los Andes.