La vida de Basquiat parece invención de un cuento de hadas perverso de algún escritor maldito del siglo XX. Nació y creció en una familia media pero intelectualmente inquieta; pronto se convirtió un perro callejero que perturbaba a golpe de spray el mobiliario urbano hasta que consiguió que una galería se interesara por su extraño imaginario plástico. Tenía 21 años y un futuro cristalino gracias al éxito cegador de su primera exposición.
La cosa iba como la seda. Tanto que la corte de exégetas que pacían a su alrededor decían de él que había inventado una nueva forma de arte, tan arcaica que parecía ultramoderna. Bien es verdad que el chico no era capaz de tanto pero poseía una virtud que nadie le niega: servió de colofón final a la cultura posmoderna a la vez que revitalizó el mercado del arte, cansado de tanta ironía intelectual y falto de pintura-pintura-pintura, que diría Kosuth.
Murió con 27 años a causa de una intoxicación de drogas y desde entonces su obra no ha dejado de crecer en valor y admiración. A nosotros no nos importa poco cuánto cueste vivir en uno de esos paisajes coloridos y amorfos donde situaba la acción de esas figuras raquíticas. Eso es circunstancial. Sabemos que el arte solo es una mentira que nos hace darnos cuenta de la realidad.
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