Disculpen si esa última frase suena estúpida. Quiero decir: hoy vivimos en un mundo muy parecido al soñado por Czukay. Tenemos acceso a todas las músicas del mundo, esas que él captaba afanosamente con un receptor de onda corta. Una vez grabadas en cinta magnética, usaba la cuchilla y la cinta adhesiva para seleccionar los fragmentos prometedores. Alrededor de ellos, a modo de collage sonoro, creaba nueva música, con enorme poder evocador (Persian love, 1979).
De forma artesanal, Holger descubrió el sampler. Otros se llevaron la gloria pero pocos tuvieron su espíritu juguetón. Y su ética de trabajo: usaba aparatos antiguos, que modificaba según sus necesidades. Multiinstrumentista, era capaz de grabar en completa soledad, aunque también disfrutaba de la interacción con almas gemelas, como Jah Wobble o Jaki Liebezeit.
Las grabaciones incluidas aquí se hicieron durante los 80, años de vacas gordas, cuando (milagrosamente) logró contratos generosos con Electrola –la EMI alemana- y Virgin Records. Usó los presupuestos de grabación para ocurrencias inauditas, como trabajar con una orquesta militar de la PRL (República Democrática de Polonia) en una trepidante versión de El Este es rojo, el himno nacional chino. Como él mismo había nacido en tierras que hoy son polacas, se permitió usar la voz de un “compatriota”, Karol Wojtyla, al que escuchamos en toda su magnificencia papal en Blessed Easter.
Holger Czukay facturaba música vanguardista, técnicamente hablando, pero poética, risueña y hasta humorística. Como sugería Michka Assayas, “parecía un cruce entre Albert Einstein y Groucho Marx”. Exacto.
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