En contra de su leyenda, Johnny Cash no fue nunca un forajido. Sus antecedentes penales se limitaban a asuntos menores: en 1965 le pillaron en El Paso, con un cargamento de anfetaminas y tranquilizantes comprados en una farmacia mexicana, algo que hacían muchos turistas estadounidenses al cruzar la frontera. Al año siguiente, le detuvieron por coger flores (¡en serio!) en un jardín ajeno, incidente que luego contaría humorísticamente en la canción Starkville city jail. Su mayor problema legal derivó de provocar un incendio en un parque nacional de California; fue demandado por el gobierno federal y debió pagar una multa considerable.
Es decir, Johnny pudo dormir en calabozos pero jamás visitó una penitenciaria…excepto para dar (abundantes) conciertos gratuitos. Lo hacía por caridad cristiana para con los prisioneros, aparte de intuir que –con un poco de mala suerte- él también podría haber terminado allí. Pero aquellos hombres duros se identificaban con su personaje y también con su repertorio: Johnny conocía docenas de “prison songs” y sabía que aquel era el público perfecto para esas historias de gente humillada, de personas desesperadas, de condenados a muerte.
En vida, Cash editó tres LPs carcelarios, grabados en Folsom, San Quentin y (este es el más desconocido) la prisión sueca de Osteraker. Son discos crudos, donde suenan pitidos para tapar las palabrotas y –eso lo hemos evitado- avisos para que determinados internos acudieran a otras dependencias. Pero su banda de acompañamiento echaba chispas (allí estaba Carl Perkins a la guitarra eléctrica) y Johnny seguía adelante aunque le fallara la voz: tenía delante a los oyentes más exigentes, más implacables, más necesitados de consuelo.
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