Si en el planeta reside un chamán que domine eso que llamamos con ligereza excesiva música del mundo, solo puede ser Brian Peter George St. John le Baptiste de la Salle Eno. Incapaz de manejarse con pentagramas y normas de ritmo, tono y color al uso, el múltiple no-músico más prolífico de las últimas cuatro décadas, cumplió el 15 de mayo pasado 70 años.
Melancólico, con tendencia a desconfiar de sí mismo, insomne, solitario, temeroso de los aviones y las fotografías, colecciona fósiles, le gusta la radio de onda corta, no sabe conducir, es un ávido lector de libros (de papel), le encanta la pintura de Francis Bacon, ejerce a diario la duda y aborrece los ordenadores porque “hay poco de África en ellos” —lo cual no le impidió realizar la suite musical del sistema operativo Windows 95, con una de cuyas sexis y provocativas microsinfonías (duración máxima: 3,15 segundos) comienza esta playlist—.
La aproximación, por necesidad, no es de la amplitud merecida. Se abre con algunos de los caprichos personales de Eno: desde las músicas seriadas para tranquilizar a bebés de Raymond Scott, al canon de Pachelbel que manipuló para convertirlo en sonido ambiental de espera en los conciertos de su primer grupo, los glam Roxy Music... Aparece también el góspel fogoso de Dorothy Love Coates, la cantante de iglesia que gritaba más que Little Richard.
El eje de la selección es la música del disco capital de Eno, My Life in the Bush of Ghosts, que editó a dúo con David Byrne en 1981. Se trata de una “visión psicodélica de África” con un uso apremiante de samples, mezclas de pinchadiscos de emisoras de radio, predicadores y exorcistas.
Fue un cataclismo que cambió las fuentes de las que bebían los ritmos globales y llevó a las pistas de baile de todo el mundo la convulsión del delirio étnico.
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