Lo de Fred Buscaglione fue un timing asqueroso. Se mató en la madrugada del 3 de febrero de 1960, mientras conducía su espectacular Ford Thunderbird. Es decir, murió justo antes de que universalizara la forma de vivir que él encarnaba, la llamada dolce vita. De hecho, venía de pasar un rato en la habitación de hotel de Anita Ekberg, la actriz sueca que triunfaría precisamente con La dolce vita, la película de Fellini.
Turinés de 1921, Buscaglione fue hecho prisionero por los soldados estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial. Una suerte, entre otros motivos, por acercarle al jazz bailable que triunfaba en América. Ya desmovilizado, se juntó con Leo Chiosso, un letrista enamorado de los gialli, como se denominaba en Italia a las novelas policíacas.
Si sumamos la fascinación por el cine negro, empezamos a entender el personaje de Buscaglioone: se presentaba como una risueña versión mediterránea de Clark Gable, un Humphrey Bogart llevado a la perdición por el whisky y las mujeres, siempre “bellísimas” y “peligrosísimas”.
Como entretenedor para todos los públicos, Buscaglione desarrolló un repertorio ecléctico, con números humorísticos, ritmos afrocubanos y baladas Made in Italy. De todo eso hay en este programa, que se beneficia de la abundancia de discos grabados por Fred en el sello Cetra, con su banda, los Asternovas.
En algunas grabaciones aparece su esposa, Fátima Robin’s, una acróbata magrebí a la que el público italiano atribuyó el papel de sufridora, ante las reiteradas infidelidades de su marido. Enormemente populares por sus apariciones en cine y TV, las separaciones y reconciliaciones de Fred y Fátima eran la comidilla nacional.
Nos quedamos sin saber qué hubiera hecho Fred en la década de los sesenta. Ya había avisado que se desprendería del personaje cuando cumpliera los cuarenta años, “para volver a ser Ferdinando Buscaglione, yo mismo.” No tuvo oportunidad, aunque es evidente que su desfachatez swingueante sigue coleando en grabaciones de Paolo Conte, Vinicio Capossela y nuestro Tonino Carotone.
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