Hubo dos René Hernández, ambos pianistas y ambos contemporáneos. Al primero lo apodaban Apaseca; a este que les traigo le decían El Látigo, y en esa especie de universo afrocubano que se generó en Nueva York por el influjo de Arsenio Rodríguez en los años 50 y 60, brilló con luz propia. Pianista soberbio, elegante y rítmico. Acompañó a muchos, pero grabó muy poco como solista. Por eso los coleccionistas buscan como oro en paño su único álbum producido en 1968 por su amigo Juan Montoute. No fue un disco corriente, pues El Látigo tocó también el arpa acompañado por otro inmortal, Alberto Socarrás. Ahí queda esa maravilla.