Bienvenidos a otra subcultura de coleccionistas, pinchadiscos…y bailarines. El “popcorn” fue bautizado así en discotecas costeras de Bélgica y, de un modo un tanto clandestino, se ha difundido por otras latitudes nocturnas. No se trata, debo reconocerlo, de una tendencia “fashion”: exige ciertas habilidades coreográficas (se baila en pareja) y dosificar las energías. Tampoco tiene el filo añadido de la ilegalidad: su droga favorita, si se nos permite esa descripción, es la cerveza. De fondo hay una pulsión sexual, claro, pero decorosa.
Son músicas refinadas pero con ritmos muy marcados. Es decir, Motown antes de que se definiera el “Sonido Detroit”, rhythm and blues al estilo del sello Atlantic, jazz vocal, números animados de musicales de Broadway, la parte amable de las producciones de Nueva Orleans. Más el ingrediente tropical: discos latinos hechos para bailes de salón y –este ingrediente no nos ha cabido hoy- efervescente ska jamaicano.
Y si el oyente no pertenece a la raza de los bailones, el disfrute del “popcorn” también garantiza grandes placeres: vocalistas muy apasionados, orquestaciones ingenuas, gamberradas irreverentes. Es el pop tal como se concebía antes de que llegaran los Beatles, con compositores profesionales, músicos de estudio, coristas, arregladores. Si son capaces de imaginar tiempos tan remotos: cuando en tres horas se grababa un mínimo de dos canciones, años en que John F. Kennedy era el modelo de hombre.
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