Hubo un tiempo, en la primera mitad del siglo XX, que los cantadores campesinos caribeños eran conocidos sólo por sus sobrenombres. Unos se hacían llamar Cítola o Cornamusa, otros Maldicorpo o Ancho, unos cuantos Preciosa o Pedro Agudo, y algunos más El Clarín de Palatino o El Clarín de Las Villas. Solían cantar en guateques como si fueran trovadores de reinos feudales acompañados de laúd, guitarra, tres, cuatro o tiple. Pero con el paso del tiempo, esos cantos improvisados de fiesta derivaron en Cuba en un ritmo llamado punto y en Puerto Rico en una combinación de décimas llamada seis. Y los cantores evolucionaron.

Dotados de un enorme talento para la improvisación, la controversia y el contrapunto, los cantantes campesinos fueron cogiendo hechos y figuras de su alrededor y crearon apodos más sonoros e imaginativos: El Sinsonte Matancero, El Jilguero de Cienfuegos, La Hermosa Guajira Villaclareña, El Elegante Poeta de Las Villas. Surgió El Rey de la Melodía, apareció El Cacique de Artemisa, nació El Poeta Cumbre, se impuso El Gigante de la Idea, reinó El Príncipe del Laúd.

Y por supuesto, entraron en juego las especialidades. El Hombre de los Animales imitaba animales de la selva, Ramiro Fuentes remedaba aves de rapiña, y Vicente Marín, quien copiaba sonidos de la naturaleza, fue contratado por una cadena radial para ambientar radionovelas. Y así se hicieron famosos, y viajaron a “los nuyores” para grabar con la RCA, Ramito, Moralito, La Calandria, Baltazar Carrero, El Gallito de Manatí y Chuito el de Bayamón.

En Nueva York, y ya en la segunda mitad del siglo XX, la cosa fue cambiando y como estaba previsto, se urbanizó. Los viejos trovadores dieron paso a los crooners latinos que brillaron en todos los terrenos de la interpretación, aunque siempre con el respaldo de una gran orquesta. Desi Arnaz, Miguelito Valdés, Vitín Avilés, Bobby Ramos, Bobby Capó, Tony Molina, Machito, Tito Rodríguez o Vicentico Valdés. Pero sus sobrenombres, salvo el de Machito, se perdieron en la gran ciudad y las especialidades de sus comienzos también.

Pasó una década completa hasta que una orquesta, la Sonora Matancera, rescató el sobrenombre de sus cantantes para un mayor conocimiento popular. Celia Cruz era La Guarachera de Cuba; Daniel Santos, El Inquieto Anacobero; Bienvenido Granda, El Bigote que Canta; Leo Marini, La Voz que Acaricia; Nelson Pinedo, El Almirante del Ritmo; Celio González, El Flaco de Oro; Eladio Peguero, Yayo El Indio; Willy Rodríguez, El Baby; y Alberto Beltrán, El Negrito del Batey, sólo que en este caso se debía al éxito de una canción suya, lo que sería una fórmula muy usada en los siguientes años.

Así las cosas, llegó la salsa y con ella Johnny Pacheco, que aparte de ser dueño y director musical de Fania Records, tuvo una orquesta de sonoridad añeja y por la que pasaron Pete El Conde Rodríguez, Rafael Chivirico Dávila, Ramón Monguito Quian, Luis Melón Silva y algunas de las viejas glorias del tiempo de la Sonora como la guarachera Celia, el inquieto Daniel Santos, el flaco Celio, y El Guapo de la Canción, Rolando Laserie. No fueron remoquetes puestos por Pacheco, pero cuando se puso al frente de la Fania All Stars llamó a Ismael Miranda El Niño Bonito de Puerto Rico y a Héctor Lavoe Pérez El Rey de la Puntualidad.

La de Pacheco, de todas formas, no es la orquesta por la que más soneros han pasado. Por la de Willie Rosario han desfilado 29 cantantes, y salvo El Caballero de la Salsa (Gilberto Santa Rosa), la mayoría ha tenido apodos no asociados a la música, sino a historias de barrio y de infancia o apócopes de su nombre de pila. Cristóbal es Chamaco, José es Junior, Roberto es Bobby, Eladio es Tony y Carlos es Guillo, aunque en este caso no se sabe bien porqué. También están Pupy, Primi, Bernie, Cheo y Canito, y uno cuyo nombre es suficiente para marcar diferencias, Rico Walker.

Un nombre artístico no garantiza el éxito, pero sin duda ayuda a aquellos cuyos nombres de pila son tan comunes que se extravían en las búsquedas de Google. Y es que fuera del contexto musical, el nombre de Roberto Torres necesita estar acompañado de los tags: sonero, cantante, salsa, SAR, Caballo Viejo o acudir a su apodo musical, El Caminante. Igual dificultad tiene el buscar a Tito Gómez, con el agravante de contar con una vieja gloria de la música cubana con el mismo nombre y apellido. Para no necesitar apodo tienes que llamarte Cali Alemán, Henry Fiol, Linda Leida o Rubén Blades.

Hay apodos que ya no se pueden independizar de sus apellidos: Cuco de Valoy, Pampini de Gabino, Miki de Vimari, Watussi de Orlando, Papote de Jiménez, Pellín de Rodríguez, Rafu de Warner, Saoko de Wilson; aunque los que más funcionan como integración al apellido son los diminutivos como Luisito, Miguelito, Paquito, Santitos, Toñito, Totico, Willito o Yolandita. Y si esos diminutivos cariñosos están ligados a algo dulce, entonces tenemos a la quintaesencia del sobrenombre caribeño: Azuquita (Camilo Rodríguez), Canelita (Rogelia Medina) y Melcochita (Pablo Villanueva).

La salsa, de todas formas, al heredar toda la vieja tradición caribeña campesina, ha sido cuna de sobrenombres debido a todo. Por ejemplo, a su origen: El Niño de Trastalleres (Andy Montañez), a su ascendencia: La India de Oriente (Luisa María Hernández), a hechos de su infancia: Dolor (Edgar Quijada), a su juventud: Chamaco (Ramón Luis Ramírez), a su estatura: Meñique (Miguel Barcasnegras), a su delgadez: Tabaquito (Carlos Quintana), o a sus rasgos físicos en general: El Albino Divino (Néstor Sánchez).

Pero, ¿y los sobrenombres asociados al soneo?

En principio, un sonero es un intérprete de son, pero el tiempo ha hecho que esa palabra esté ligada al principal de sus talentos, la improvisación. Un sonero es alguien capaz de cantar cuartetas creativas y originales acompañado por un coro. No siempre son inspiraciones repentistas como en la época de los trovadores o como en descargas tipo Quítate Tu, pues los soneos se escriben, se memorizan y se recitan frente al público como si fuesen parte de la letra original. Pero es indudable que se requieren otras virtudes para sonear bien.

Decía José Mangual Jr., “para cantar, según dicen los que saben, hay que tener buen ritmo, sabor y clave”. Y ahí podría resumirse todo, pero también está el sentimiento, el feeling, la dicción, la tonalidad, el aguante, y algún que otro aspecto más relacionado con el estilo de cada cual. Se dice que un buen sonero es un tipo de la calle. Nada más lejos de la realidad. Ese es sólo un estilo de interpretación marcado por una voz con cierta ronquera, una inclinación hacia el barítono más que hacia otro registro, y un tono agudo siempre enfatizado en la segunda línea. Hay más.

Pues bien, todas esas cualidades se resumen en los sobrenombres de algunos cracks de la expresión: El Negrito del Sabor (Luigi Texidor), El Sonero del Pueblo (Marvin Santiago), El Sonero del Siglo XXI (Herman Olivera), El Dueño del Soneo (Cano Estremera), o simplemente La Voz (Héctor Lavoe). Hubo uno muy bueno al que llamaron Mister Estilo (Frankie Figueroa), pero fue justo por lo contrario, pues en los escenarios se tiraba al suelo igual que La Lupe. Y otro del que su profesor de solfeo estaría orgulloso: Tempo (Héctor Alomar).

De aquellos viejos tiempos de los trovadores sólo queda un apodo que hace referencia a su habilidad natural para imitar pajaritos: El Canario (José Alberto), uno que alude a su habilidad para las controversias improvisadas: El Gallo Salsero (Tito Rojas), y uno que simboliza lo especial de su tono y estilo: El Diferente (Ángel Canales)

Hay apodos relacionados con estilos musicales: Be-Bop (Frankie Dante) o con generaciones espontáneas: El Papá de la Salsa (Frankie Ruiz), pero lo que es indudable es que no hay uno que defina mejor a alguien por lo que ha significado para la música que el último que cito en esta recopilación. Se dice que su apodo se lo puso otro gigante de la canción y el soneo, Benny Moré, pero no hay certeza sobre ello. ¡Qué importa! A Ismael Rivera lo llamaron El Sonero Mayor… y lo es.

José Arteaga.

Deja tu comentario