Coincidencia o no, con toda la carga melancólica y nostálgica que nos remite a un contexto sonoro más en conexión con los años ’90 de Sonic Youth, Lush o Slowdive que con los 2020 del imperio del reggaetón y los ritmos urbanos; la isla en la que habita El Shirota es también un espacio en donde los sonidos de la urbe de Ciudad de México parece encontrar representación.
Y es que en este cóctel de noise, psicodelia pesada, rock negro, post-punk anárquico, jazz-rock de líneas absolutamente abiertas, zapadas viscosas y medios tiempos grunge-core, los mexicanos parecen traducir el lenguaje de los tamales a pie de calle, el humo de los autobuses, la violenta tensión del día a día en la capital mexicana.
De ahí que tanto cuando deciden estar en silencio (“El Chirota”) como cuando firman hits de casi siete minutos tan cerca de Mudhoney como de Attaque 77 (“No sé todo”); cuando son especialmente urgentes y crípticos (“AtorihS LE”) como cuando deciden buscar sin el objetivo de encontrar (los más de doce minutos de “RTL”); cuando ponen BSO al adictivo desencanto de la vida urbana (“La Ciudad”) como cuando se saben embajadores mexicanos de la querencia de Él mató a un policía motorizado (“Más de una vez”); cuando firman un medio tiempo viscoso (“A donde voy”) como un punk costra (“El Bob Rosendo”); siempre, pero siempre, consiguen proyectar una personalidad tan arrolladora como los matices de su sonido: ese humo negro que no respiras, pero que te empuja como si se tratase de un pogo, un mosh o un slam en tu tugurio favorito.
Alan Queipo
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