No es una escena que haya surgido ni por ciencia infusa ni tampoco a la estela de la resistencia anti-bolsonarista. Más bien es un movimiento que lleva años conectando tanto la cultura del voguing neoyorquino de finales de los años ’80 con la del funk de las favelas y géneros de un folclore festivo como el forró, la arrocha, las pagodas bahianas o el axe.
Entre lxs principales referentes de esta escena (más allá de Liniker e os Caramelows, que maneja un estilo más cerca de estructuras rock-pop) aparecen nombres como los de Gloria Groove, Linn da Quebrada, Lia Clark o Kaya Conky, por mencionar solo a algunxs. Pero, sin lugar a dudas, el nombre de este movimiento que está opositando en convertirse junto con Anitta en la gran referencia del nuevo mainstream brasileño es el de Pabllo Vittar.
Tras dos álbumes (“Vai Passar Mal” y “Não Para Não”, en 2017 y 2018, respectivamente); da la sensación de que será el flamante “111”, nacido en plena cuarentena global, el que va a relanzar la carrera de Vittar. Si bien el repertorio es mejorable en su conjunto, y se intuye un alejamiento errado del funk carioca que debería exportar, en detrimento de coqueteos al Eurodance, el reggaetón más melódico o incluso a cierta caspa del pop latino de finales de los años ’90 (la colabo de Thalía en la estereotipada aunque efectiva “Tímida”); Pabllo Vittar consigue firmar un repertorio que, tanto cuando se acerca al funk maquinero más arreguetonado (“Rajadão” o “Ponte Perra”) como al dub más sensual (“Lovezinho”), al reggaetón de acento carioca (“Salvaje” y “Clima Quente”) o a la performance eurovisiva (“Flash Dance”), está lista para convertirse en un icono del aterrizaje formal del trans-power brasileño en todo el globo terráqueo, más allá de las autárquicas fronteras de su propio circuito.
Alan Queipo
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