Posiblemente el artista más cerca de la idea de ‘cantor’ o ‘trovador’ folktrónico sea Rodrigo Gallardo. Así lo demostró en “FuerzAndina”, un álbum publicado hace menos de un año y que, de no haber sido por la pandemia, hubiera confirmado al artista chileno como un nombre habitual en el circuito europeo, a la vez que lo hubiera posicionado internacionalmente como “el cantautor” más grave y completo de esta nueva generación de orfebres de las máquinas.
Con “Indómita” replica y, de algún modo, repite el modelo de “FuerzAndina”: canciones armadas como si se tratasen de piezas de autor con ecos a los folcloristas sudamericanos de mediados del siglo XX. Aquellos iconos de la Nueva Canción, ese mix entre canción folclórica y mirada de autor, como Víctor Jara, Violeta Parra, Daniel Viglietti, Jorge Cafrune o Atahualpa Yupanqui; canciones cargadas de resistencia indígena, de amor por la naturaleza, de recuperación de los códigos de los pobladores nativos de las tierras sudamericanas, en este caso, especialmente las chilenas.
Quizá con algunas fugas algo más electrónico-espirituales, de esa música que suena en circuitos como Tulum o en la Ibiza pijipi (“Kenagoni”) o piezas de un tribalismo casi oriental (“Danza vegetal) o más cerca de las ondas más caribeñas (“Escucharé el silencio”) e incluso de una suerte de baguala fronteriza a lo Leda Valladares (“Cuando el charango canta”); el grueso de las canciones posicionan a Rodrigo Gallardo como un trovador de los años ’70 que ejerce de médium entre la facción folktrónica más fina y con mayor sonido a madera y una canción que trasciende géneros y generaciones.
Alan Queipo
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