En ‘Olden goldies’ (2017) rindió homenaje a su pasión por el punk-pop primigenio en la onda de Ramones (las canciones cortas e incisivas como un martillazo, las melodías pegadizas, esa forma de cantar que se estira como un chicle de fresa ácida), el año pasado rindió homenaje a sus orígenes dedicando un par de temas a la cumbia villera que suena en los barrios populares de Argentina y ahora entrega unas canciones que conectan Estados Unidos con América Latina y África a través del Atlántico.
La ambición del proyecto, lejos de arrastrarle al naufragio, encumbra a un artista imprevisible, siempre pensando en la reinvención, que se mueve en los mismos códigos que su colega Juan Wauters o Helado Negro (esas canciones íntimas y aparentemente tan sencillas que funcionan como postales de la migración), pero también recuerda a personajes del psych garage anglosajón como Ariel Pink y Ty Segall. Una genial rareza.
José Fajardo
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