Pero, del mismo modo que en Galicia se lleva viviendo un proceso de recuperación de sus músicas y símbolos tradicionales gracias a proyectos como Mercedes Peón, Baiuca, FAIA, Guadi Galego, Aliboria o Tanxugueiras, entre otros y otras; en el País Vasco cada vez son más los proyectos que, recuperando el espíritu vanguardista de símbolos como Mikel Laboa o Imanol, reconstruyen el sonido de la música tradicional vasca y la conectan con vertientes propias de la música contemporánea.
Y si ya hablamos en esta casa de artistas como Amorante, Sara Zozaya, RAITX u Olatz Salvador, entre otros y otras, ahora hay que hablar de una de las dueñas de los debuts más estimulantes, indefinibles y, por fortuna y riqueza espiritual de las músicas ibéricas, indescifrables de lo que llevamos de año. Hablo de Verde Prato, el proyecto en solitario de Ana Arsuaga, que se sirve de su propia voz pero, sobre todo, de una mirada absolutamente transversal, polifónica e intergénero para modelar el castillo infinito que es “Kondaira Eder Hura”.
El álbum, primera referencia discográfica de Plan-B (agencia que trabaja con artistas de la talla de Niño de Elche, Israel Fernández, Maria Rodés o María de la Flor, por mentar solo algunos), en coalición con el sello madrileño Lago/Cráter; narra la historia de un joven que abandona su pueblo para irse a la ciudad: una historia típica de los pueblos ibéricos de los derredores de la urbe que aquí es cantada por testimonios de su entorno más cercano.
En los poco más de veinte minutos de duración del disco, Verde Prato proyecta una película cantada que conecta una marcha-pasodoble con tics orientales (“Lagunen kanta”), aires que la muestran casi como una Enya de la música sacra más tribal (“Amaren kanta”), una pieza a capella tan reverberante como imponente (“Haurraren kanta”) o una dulzaina-reggaetón (“Neskaren kanta”), entre otros movimientos.
Alan Queipo
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