Y es que, tras pasar el tramo duro del confinamiento de 2020 relativamente bien, aunque solo, replanteándose cómo sería el siguiente paso en su carrera, tras el fin de gira de “Violética” y tras saber que tendría que rearmar la banda que lo acompañe en directo debido a la incompatibilidad de agenda de León Benavente, donde militaban el grueso de sus músicos; esa soledad e incertidumbre propiciaron que el inmenso dolor global eclipsase su propio dolor, enquistando una situación que estaba haciendo su vida insostenible y llevándolo a un bloqueo y un bucle de tristeza del que no conseguía salir.
Esos precipicios y esos mundos inmóviles lo llevaron a una situación límite que se saldó con dos soluciones preventivas: trasladarse de Gijón al pueblo pesquero asturiano Ortiguera; y una terapia que acabó derivando en “Mundos inmóviles derrumbándose”, una de las mejores generaciones de canciones del asturiano desde, posiblemente, “La Zona Sucia”, hace casi una década. Un cancionero que, a diferencia del grueso de sus últimos álbumes, con una mirada política más explícita que aquí solo se manifiesta en “Big Crunch” y “La flor de la manzana”, aquí profundiza en la soledad y en el dolor desde una crudeza y una frontalidad avasalladora.
De ahí que nos encontremos con canciones maravillosas en la que se abre en canal para hablar de sus propios infiernos y del límite de la soledad y la tristeza, como se manifiesta en “El don de la ternura” con unas cuerdas que nos llevan a un universo casi cinemascópico, el vals “Esta noche nunca acaba”, la casi premonitoria “La séptima ola” con aires casi country o la alabarda que le escribe a un amigo que se suicidó en una “Ramón In” con algunos de los versos más personales y explícitos de su carrera. Un Nacho Vegas abierto en canal y que decide deshacerse para poder rehacerse nuevamente.
Alan Queipo.
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