Danza de negros en Sevilla
El investigador Jesús Cosano nos cuenta uno de los episodios históricos protagonizados por esclavos y negros en Andalucía hace cuatro siglos. Ximénez de Enciso y la leyenda de Juan Latino.
Estaba amaneciendo y aún no se había disipado la niebla que acostumbra a flotar sobre el río de Sevilla. Primeros de julio de 1606, pleno verano en la ciudad del sol. Entre la niebla, más de ocho carruajes que llevaban a cuarenta hombres y mujeres, cruzaban Triana camino de San Juan de Aznalfarache.
Se llaman cofrades entre ellos, eran un grupo de jóvenes poetas y sus amigas. Se disponían a pasar todo un día con muchas más personas de la alta sociedad sevillana en San Juan de Aznalfarache, en la otra orilla del río Guadalquivir, en el balcón de Sevilla, el lugar donde se inicia el Aljarafe sevillano. Tierra rica en huertas, olivos, viñas, higueras… Lugares idílicos en aquellos tiempos donde tenían sus residencias de recreo algunos potentados de Sevilla. En una de esas casas, la de Diego de Colindres, veinticuatro de la ciudad, se celebraría la fiesta.
Todo estaba perfectamente organizado, las barcazas del veinticuatro, tapizadas y adornadas de ramos de hierbas y protegidas del sol con entramado de cañas y toldos para trasladar a los ilustres invitados. Los barqueros iban todos uniformados. En la orilla sevillana, un pequeño pozo, un hoyo cavado en el suelo, protegido del sol y lleno de nieve, mantenía cántaras de agua helada para refrigerar a los invitados a la fiesta que esperaban su turno para embarcarse.
En la otra orilla, la de San Juan de Aznalfarache, en lo que fuera el puerto fenicio de Osset, servidumbres del veinticuatro los esperaban para llevarlos en carruajes hasta la huerta de Colindres. La casa estaba adornada con espadañas, alfombras y bancos estratégicamente situados en las sombras de los árboles alrededor de la huerta. Todo el camino de entrada hasta llegar a la huerta lo llenaron de hierbas aromáticas: romero, mastranzo, matas de regaliz (abundantes en la orilla del río), albahaca, lavanda…Las juncias como las que se ponen en las calles en las procesiones del Corpus. Y la cocina repleta: dos semanas llevaban preparando las abundantes y exóticas comidas. Bien surtida la bodega, atiborrada de los mejores vinos de la tierra: Montilla, Trebujena y el vino que hacían los frailes del monasterio de Loreto, el que está cerca de la finca de Tablante en el Aljarafe sevillano.
El veinticuatro había ordenado imprimir la invitación con todo lo que acontecería ese día para que los asistentes a la fiesta estuvieran correctamente informados. Todos los invitados eran nobles y gentes de la alta sociedad de Sevilla. El veinticuatro tenía un programa perfectamente detallado: desayuno, a las diez; a las dos comenzarían a leerse los versos del certamen poético, donde doce poetas competirían con sus versos; a las tres, comida exótica. Se comería en el suelo, a la usanza morisca. Después, descanso de una hora. En ese tiempo, mientras los invitados sesteaban, arribaron nuevos barcos llenos de damas. Eran “convidadas” de algunos de los caballeros que estaban en la fiesta. Tras el descanso se representó la obra Perseo y Andrómeda, y a las cinco y media se inició el “torneo”. Toda la fiesta se prolongó hasta la madrugada profunda.
En esa comedia burlesca de Perseo y Andrómeda, donde se cantaba y bailaba y se simulaba mover todo un monte, participaron más de doce músicos negros acompañados de sus instrumentos: panderos, adufes y guitarras.
Como los reyes, nobles y la corte, en la finca la Ventosilla o en la Casa de la Ribera de Valladolid, los señoritos de Sevilla hacían lo mismo. Fiestas privadas donde los protagonistas eran los cómicos, los poetas, los músicos y comediantes, y formando parte de ese elenco de artistas, muchos negros y mulatos.
El máximo responsable de todo ese festejo era Diego Jiménez o Ximénez de Enciso, autor de comedias y acaudalado y poderosísimo personaje de la élite sevillana. Tesorero de las rentas del almojarifazgo mayor de Sevilla y de Indias. También veinticuatro de la ciudad. Años después, en 1625, fue alguacil mayor de Sevilla y su íntimo amigo, el conde duque de Olivares, le dio la tenencia de alcaldía de los Reales Alcázares.
Hoy una calle del barrio de Santa Cruz de Sevilla lleva su nombre. Por cierto, la misma donde tenía una de sus residencias Justino de Neve, famoso canónigo de la catedral de Sevilla que compraba y vendía esclavos.
A Ximénez de Enciso nos lo enseña la historia como descendiente de una acaudalada y noble familia oriunda de La Rioja. Y como les pasaba a otros notables personajes de la historia española (Juan de Arguijo, Alonso Salinas, Miguel de Mañara, Juan de Jáuregui, etc.), siempre se ocultó que esos acaudalados caballeros fueron hijos de negreros, personas que se enriquecieron traficando con seres humanos.
La familia de Jiménez de Enciso era otro ejemplo más. Estaban establecidos a ambos lados del Atlántico, en Cartagena de Indias y en Sevilla, dedicados al tráfico de esclavos. En ese empeño contaban con la ayuda de otros personajes, sobre todo capitanes y maestres de naos, gentes de la mar a los que se les enseñaban en Sevilla los conocimientos precisos con los que obtenían el título oficial de pilotos para navegar por las costas del África Negra en lo que llamaban “Registro de esclavos”. Ese era el caso del capitán Domingo Fonseca, que trabajaba para los Enciso en esos menesteres.
Pero Diego Jiménez de Enciso, el destacado protagonista de ese “baile de negros” en San Juan de Aznalfarache, ha pasado a la pequeña y desconocida historia de los negros españoles por ser autor de una rarísima obra de teatro. La única creación que un autor de comedias de este país elaboró basándose en un esclavo negro, un personaje real que vivió en Sevilla, Córdoba y Granada. Un esclavo que fue comprado en Sevilla siendo niño.
La comedia, que se publicó en 1652, cuenta la historia de Juan Latino, un esclavo negro como muchos de los había en España. Fue capturado en África y trasladado a la Península Ibérica siendo niño. Vivió de pequeño en Baena, un pueblo de Córdoba y después en Granada. Como ocurría con casi todos los esclavos de los nobles, al pequeño negro lo utilizaban para que acompañara y ayudara al hijo de la duquesa. Así lo hizo, y como hacían todos los esclavos negros, Juan aprendía rápido y de oído. Unas veces escuchando la música que se hacía en sus palacios; otras, prestando mucha atención a los profesores que educaban al hijo de la duquesa, un joven de su edad al que el esclavo debía acompañar para cargar con sus libros.
Juan Latino llegó a ser un gran músico (así conoció a la que sería su mujer, dándole clases de música), sabía latín y griego, fue un destacado humanista y catedrático de Gramática de la catedral de Granada.
De haber sido blanco, Juan Latino sería una referencia fundamental en la cultura, el saber y el conocimiento de la sociedad española y europea, pero era negro y eso en España, ayer y hoy, es lo mismo que ser invisible.
Este texto hace parte del libro Las Negras de la Inmaculada (Aconcagua Libros), de Jesús Cosano, investigador, productor y artista plástico, lleva más de 40 años investigando la historia de las poblaciones negras en la Península Ibérica. Entre sus obras escritas se destaca su colección Los Invisibles, conformada por Hechos y Cosas de los Negros de Sevilla, Las Negras de la Inmaculada y Las Negras de la Mar.