De cuando Marlon Brando se subió a una tumbadora
Uno lo ve en el cine y no imagina jamás que ese hombre, temperamental y convincente, llegue a su casa y descargue el estrés sonando los cueros.
Cuando se habla del actor Marlon Brando y su pasión por la percusión cubana, muchos recuerdan lo que él le contestó a la actriz Dorothy Dandridge cuando ella le preguntó qué rayos hacía de noche en La Habana. Marlon le dijo con naturalidad: “Estaba en Miami en asuntos de negocios y de pronto se me ocurrió comprar una tumbadora”.
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Lo contó el escritor Guillermo Cabrera Infante, que firmaba sus trabajos como G. Caín en la revista Carteles. Imagino a Guillermo esperando a Brando en el hotel Packard, donde se alojó queriendo pasar inadvertido y ser un ser cualquiera, un hombre más, con curiosidad por La Habana. En carpeta, Marlon Brando se registró como Míster Barker, y el escritor lo vio llegar al lobby con una tumbadora que, según le cuenta de inmediato, le costó solamente 90 pesos. Brando le dijo: “Yo tengo seis congas más como esta. I just love tumbadoras”.
Uno lo ve en el cine y no imagina jamás que ese hombre, temperamental y convincente, llegue a su casa y descargue el estrés sonando los cueros. No concibo al padrino Vito Corleone diciéndole a Peter Clemenza, uno de sus lugartenientes, que torture a un enemigo tocando las tumbadoras sin descanso. En vivo o con un disco de Chano Pozo, de “Patato” Valdés o de Mongo Santamaría.
Pero sí. Marlon Brando llegó a aquella Habana a comienzos del año 1956, convertido en Mr Barker, para sentir temblar la tierra bajo sus pies con los ritmos llegados de África. No le atraía solamente la música cubana. Quería lo más popular, lo que él calificaba de auténtico y natural. Cabrera Infante lo escribió en su artículo y ahí están las razones de Brando: “¿Por qué no nos llegamos a los cabarets de la Playa? Tengo ganas de oír música cubana, de la buena”.
Los pequeños cabarets de la Playa de Marianao atraían a la gente llana, que no tenía dinero para asistir a alguno de lujo. Y también eran un imán para extranjeros que deseaban conocer lo que creían más auténtico. Y lo eran, aunque otros parecieran tugurios. Pero siempre brillaba algo que más tarde se instalaría en el firmamento. Por allí pasaron Agustín Lara, Cab Calloway, Gary Cooper, Toña La Negra, Berta Singerman, Errol Flynn, Ernest Hemingway, María Félix, Imperio Argentina, Josephine Baker y Pedro Vargas, entre otros.
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Por eso G. Caín pone la petición exacta de Marlon Brando, convertido en Mr Barker, aquella noche de aventura habanera: “Podríamos ir al Chori o algo así. No quiero ir a los cabarets elegantes porque no me sentiría cómodo. La gente burguesa no mira y pregunta como la gente del pueblo, pero en su contención hay algo que molesta más que la franca y sana curiosidad popular”.
Ya había hecho Un tranvía llamado deseo, Viva Zapata, Julio César y Nido de ratas (On the Waterfront), conocida en España como La ley del silencio. Pero en La Habana entonces de entonces podía uno encontrar de todo, menos silencio. Y mucho menos en aquella zona donde el ron y el bramido de las tumbas hacían estremecerse a la noche y le movían los pies a cualquiera.
Cabrera Infante resume aquella ansia de tambores de Brando de este modo: “El recorrido por los cabarets, en automóvil, no solo comprende el espectáculo de El Chori (Silvano Shueg, percusionista y excéntrico músical), se extiende hasta el Panchín, el Pennsylvania, el Sans Souci”.
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El Chori fue el único hombre que se atrevió a escribir un nombre distinto al de Fidel en la Cuba posterior a 1959, el suyo. Con tiza, en las paredes y en el asfalto, Chori. La promoción más corta y sencilla del mundo, que llevaba detrás el misterio y la magia de lo que hacía.
Porque Silvano Shueg, el olvidado santiaguero que pensaba con sonidos y hacía cantar los cueros y los vidrios, es hoy prácticamente un desconocido. Quien camine ahora por aquellas calles de la playa de Marianao, en toda la zona frente al también desaparecido Coney Island, no encontrará ya nada. Ni el aire de claves y tambores. Ni los profundos cantos de la rumba, ni las luces brillantes y tenues que eran el encanto de las noches donde grandes músicos cubanos se ganaban la vida honradamente.
Aquello merecía la visita entusiasmada de Mr Barker, que a cada minuto se iba pareciendo más a Marlon Brando. Era territorio de El Chori, que recorrió La Choricera, El Pennsylvania, El Niche, El Paraíso, el Rumba Palace, El Pompilio y La Taberna de Pedro, donde tocó tambores, timbales y cencerros.
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No sé si Marlon Brando, en su deseo de beber de lo más natural de la rumba vio bailar alguna vez a José Rosario Oviedo “Malanga”, que lo hacía entre vidrios rotos y cuchillos. O si disfrutó a la matancera Andrea Baró bailando una columbia. O a Florencio Calle “Catalino” o a otro grande, como Gonzalo Ascencio “Tío Tom”.
Pero esa noche todo apunta a que Marlon Brando quedó atrapado por “Silvano Shueg Echevarría, apodado Choricera de niño, quien adoptó como nombre artístico simplemente Chori, nacido en Santiago de Cuba el 6 de enero de 1900, en la calle Trinidad 56, entre Reloj y Calvario, y que desde pequeño se las ingeniaba para arrancar sonoridades percutiendo sobre cualquier objeto. Su obsesión era sacarle otros sonidos al mundo”.
La naturalidad y la fuerza de El Chori en la percusión impresionaron hondamente al gran actor. Y cuentan esto: “Después de disfrutar estupefacto aquel show, propuso al Chori llevarlo a Hollywood para mostrar al público su inmenso talento… el percusionista fue llevado por el agente teatral hasta el aeropuerto de Rancho Boyeros. En el momento de la partida el músico dijo ir a tomarse un café y desapareció. Un tiempo después ya estaba en su cueva con un trago de ron y diciendo a sus amigos: «Ni por aire ni por agua voy a ningún lado».
Marlon Brando seguro tuvo que tocar solo las seis tumbadoras, intentando recrear, de memoria, aquella noche en La Habana en la que El Chori le arremolinó la sangre sacudiendo su corazón.
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