Los genios del piano y ritmo
Fue una moda de los años 50, pero dejó una huella profunda de genialidad y música desbordante. Lo mejor de lo mejor del piano latino estuvo allí.
Entre mediados y finales de los años 50 proliferaron en el Caribe los grupos pequeños de piano y ritmo. Fue una moda que se extendió como la espuma, alcanzando a países no caribeños y provocando que el folclore de cada país pasara a ser instrumentalizado con piano, bajo y percusión. No hubo hogar en América Latina que no tuviese al menos un disco de piano y ritmo. Las casas discográficas encontraron que gustaba a todas las edades y que funcionaba como música bailable y como música ambiental al mismo tiempo, y por ello comercializaron muchos de esos vinilos a un precio más accesible.
La idea del piano y ritmo no fue caribeña, ni hispanoamericana. Había nacido en el jazz de los años 30 cuando una generación de pianistas revolucionarios provocó que el mundo se rindiera ante su habilidad. Entre estos estaban Earl Hines, Fats Waller, Teddy Wilson y Art Tatum, quienes se habían iniciado en grandes bandas de jazz. Pero cuando el swing se convirtió en el estilo imperante y el enfoque global del ritmo se diversificó, provocando solos instrumentales e independencia de las secciones orquestales, los pianistas pasaron a un primer plano. Todos querían ver su destreza y habilidad y, claro, pasaron a ser líderes de banda primero, y a tener pequeños grupos acompañantes después.
Influenciados por la intensidad, sutileza, elegancia y delicadeza y, técnicamente, por el uso de la mano izquierda (llena de frases sincopadas para alternar con la derecha), muchos pianistas siguieron su ejemplo. Y surgió otra generación, la de Oscar Peterson, Bud Powell, Erroll Garner, Bill Evans, Dave Brubeck y George Shearing, entre otros. Y sería esta generación la que influyó directamente en los pianistas latinos; en gran medida porque cada uno de ellos creó una escuela con un estilo particular de interpretación.
Sobra decir que para entrar en la categoría de “piano y ritmo” se necesitaba ser excepcionalmente bueno, y estar dispuesto a asumir el liderazgo de un grupo, en lugar de ser un asalariado de una orquesta. Quizás por esto último varios pianistas brillantes no quisieron dejar el trabajo en sus orquestas y nunca entraron en esta categoría de independientes. Y algunos se sintieron más cómodos dirigiendo una orquesta y no un pequeño grupo, quizás porque las ganancias eran mayores.
Ese factor económico lo determinaron los hoteles y centros recreativos. En los balnearios de las Catkills Mountains o en los hoteles de San Juan y Miami, se establecieron dos escenarios: el salón de baile para la gran orquesta y el bar-cocktail para el pianista. En el primero, por supuesto, se ganaba mucho más. Sin embargo, para el pianista y sus acompañantes con ritmo, resultaba más fácil trabajar en locales nocturnos, pues no necesitaban de un escenario amplio, ni una prueba de sonido dispendiosa. El Village Gate del downtown neoyorquino encontró en ellos una fuente de promoción fantástica para la música latina.
En fin, que los músicos de piano y ritmo surgieron como las setas en cada país de América. Veamos: Chamaco Domínguez en México, Vernon Hine en Costa Rica, Waldir Calmón en Brasil, Tomás Di Santo en Argentina, Padú en Aruba, Aníbal Ángel en Colombia, Damirón en República Dominicana, Luisito Benjamín en Puerto Rico, René Touzet en Cuba, José Azarola en España, sólo por citar unos pocos. Pero junto a ellos, toda una estela de figuras tanto latinas como del jazz en Estados Unidos: Conley Graves, Billy Taylor y Vince Guaraldi por un lado, y Noro Morales, Joe Loco y Eddie Cano por el otro.
Y a la tendencia le salieron dos alternativas. La primera fue la de los dúos, pues si era maravilloso ver a uno de esos pianistas en acción, ¿porqué no ver dos al tiempo? El cubano Marco Rizo y el dominicano Manuel Sánchez Acosta se juntaron para hacer, por ejemplo, uno de los mejores discos de la historia: ¡Arriba, arriba, arriba!!!, llevado a los estudios de grabación en 1960 por el sello Tico. El mexicano Fred MacDonald y el colombiano Gerardo Sansón hicieron lo mismo, los colombianos Oriol Rangel y Jaime Llano González no se quedaron atrás, y los cubanos Juan Bruno Tarraza y Felo Bergaza tuvieron mucho éxito como Felo and Bruno.
La segunda fue la de los órganos. De la misma forma que el pianista de jazz & soul Jimmy Smith sublimó la ejecución del órgano Hammond, los pianistas del Caribe elevaron a otro nivel la interpretación del Electone de Yamaha. Así, Tulio León en Venezuela, Anán en Colombia o Lucho Azcárraga en Panamá desataron ventas de estos órganos de manera masiva, casi al nivel de electrodomésticos.
¿Se destacó alguien más que otros? En el Caribe si, sin duda. Aunque los pianistas cubanos fueron muchos y cada cual más brillante, hay un consenso en que el gran maestro de todos fue el puertorriqueño Noro Morales. Su Tema de María Cervantes, en recuerdo de la concertista clásica cubana, sería uno de aquellos temas convertidos en prueba de fuego para un pianista, al igual que Round About Midnight de Thelonious Monk, Parisian Thoroughfare de Bud Powell, o Mamey Colorao de Peruchín.
¿Y las mujeres? Pocas, la verdad, y con tendencia a sumar voz a la interpretación de piano. Esas pocas siguieron la línea interpretativa de Doris Stapleton y Ethel Smith, pero lograron un estilo particular y muy atractivo. Entre ellas destacamos a las colombianas Maruja Hinestrosa y Soffy Martínez, y a las mexicanas Beatriz Murillo y Teté Cuevas, esta última conocida como “La muñequita del piano”.
La historia continuó en los años 60, pero otras tendencias y estilos la fueron opacando. El jazz latino se encargó en mantener en pie el piano y ritmo, y hoy, en pleno Siglo XXI, sigue siendo una manera lógica de mostrar el talento. Pero los pianistas de hoy, herederos de aquel sonido de los años 50, brillan con luz propia, por supuesto, pero no suponen un boom como aquel.