TeatroJaveriano_2014_by_Acustical

Aquel día entramos al teatro por el lugar más inesperado.

El Golo había descubierto tiempo atrás una puerta mal cerrada en los sótanos donde se guardaba la cal de las criptas de la iglesia y alguna que otra lápida. La leyenda escolar decía que allí enterraban a los padres que habían cometido pecados, y por eso nadie se acercaba a aquel lugar situado junto al patio del fondo del colegio, camino del garaje. Pero El Golo era El Golo y nos llevó allá una tarde después de las 3 y media, cuando ya había sonado la campana de final de clase.

No éramos muchos. Estaban el Cortés y El Tío, me parece que el Chavarriaga y el Nelson, y si mal no estoy el Helmuth y uno de los Portilla; y claro, dos de los que junto a El Golo formaríamos años más tarde el fabuloso grupo Los Robinson’s: Mario y yo.

En un costado de la bodega de cal había una trampilla y por esta se accedía a un túnel. Vigas de madera sostenían el pasillo ubicado sobre nuestras cabezas y estaba todo lleno de polvo, de telarañas y rastros de vieja humedad. No era muy oscuro y sólo había un tramo en que no se veía nada, pero era rápido de cruzar siempre y cuando no te atacaran los nervios. Luego había que estirarse un poco y salir a un pequeño recinto similar a un baúl muy grande. Allí El Golo abrió una portezuela en el techo y quedamos deslumbrados.

Acabábamos de salir al escenario, justo detrás de bambalinas y junto una cabina que en lugar de vidrios tenía una valla metálica muy fina y dentro un equipo de sonido y un micrófono grueso y verde. La luz del sol entraba radiante por dos hileras de ventanas que daban a la Calle 21 y se ubicaban a nuestra derecha. Las de la izquierda estaban cerradas y en algunos nichos, ovalados todos, no había porque daban a los salones de clase. Todas esas ventanas correspondían al palco alto y a la gradería pintada de rojo oscuro y con recuadros color crema en ribetes de madera.

Era una imagen maravillosa, tenue y deslumbrante al mismo tiempo, olorosa a suelo de madera recién encerado y capaz de asustarnos por su enorme resonancia pues una paloma se había colado por una ventana sin vidrio.

Fue ese susto el que detonó las palabras, y aprovechando el eco de aquella sala rectangular comenzamos a hablar ante un escenario que imaginábamos abarrotado. Éramos auténticas estrellas de la farándula robándonos la palabra unos a otros, hasta que alguien, no sé quien, gritó “vengan a ver esto”.

Era el vestuario, docenas de disfraces de todos los colores y tamaños puestos en un colgador rodante. Quería el de los mosqueteros, necesitaba tener en mis manos el de los mosqueteros aunque tuviera que darme golpes en el túnel de vuelta al patio. Pero cuando lo fui a coger, me di cuenta que ya había estado antes allí, al menos dos veces, una para ser el malvado de una obra de teatro infantil que dirigió el Hermano Olivos cuando aún estudiábamos en el Javerianito, y otra para cantar himnos y canciones en un coro organizado por las madres Siervas de San José.

No logré alcanzar el sombrero de mosquetero; me lo quitaron unas manos huesudas de yo no sé quien, un no sé quien que al verme tan angustiado cogió el sombrero como si fuese un frisbee y lo lanzó hacia el palco derecho.

El sombrero voló rápido trazando un círculo y cuando parecía que iba a caer, se elevó lentamente para colarse por la ventana sin vidrio, caer al centro de la calle y seguir rodando, llevado por el viento, hasta la puerta de la estación de policía que funcionaba en la esquina de la Calle 21 con Carrera 25.

Yo lo había visto todo y regresé de la ventana gritando “marica, nos jodimos”, pero mis compañeros de aventura no se dieron prisa. Supongo que toda tropa de asalto necesita marcar territorio y la manera particular de aquella fue romper todos los viejos disfraces. El de mosquetero quedó hecho jirones y tuve una mezcla de tristeza y ansiedad, mezcla que duró muy poco porque ya todos estábamos metiendo uno a uno en aquella trampa por la que habíamos entrado, dejando todo desparramado por el proscenio y el candado de la cabina de sonido a medio abrir.

Pero bien. Dejemos a un lado este relato que no concluye aquí, para remontarnos a 1925, 50 años antes de aquella entrada furtiva, cuando aquel teatro y el propio colegio se construyó.

El inquieto Hermano Olañeta

El primer colegio que tuvo la Compañía de Jesús en Pasto fue el Colegio Seminario, inaugurado en 1885 donde ahora funciona el Centro Comercial Sebastián de Belalcázar. Era un edificio magnífico, pero en 1917 se le había quedado pequeño a los padres y costaba más ampliarlo que construir uno nuevo. De modo que con la anuencia del recién designado Obispo de Pasto Antonio María Pueyo de Val, la Compañía recibió la iglesia de Santo Domingo, que se convertiría en el templo de Cristo Rey, y el Convento de los Dominicos, que sería el flamante Colegio San Francisco Javier.

La decisión de construirlo se tomó en ese 1917, pero la primera piedra se colocó en marzo de 1919 porque en ese interín de tiempo se buscaron los hombres adecuados para llevarlo a cabo. El propio Pueyo de Val tomó cartas en el asunto porque le encantaba la arquitectura y ya tenía experiencia con una reforma a un convento dominico en la andaluza ciudad de Córdoba.

Lo cierto es que los planos, que incluían aulas, patios, habitaciones, despachos, cocinas, comedores, baños y salón de actos, se le encargaron a un joven santandereano muy talentoso, graduado en matemáticas e ingeniería civil en la Universidad Nacional, y llamado Belisario Ruiz Wilches. Ruiz era profesor de la Universidad de Nariño y encargado de Obras Públicas del Departamento, pero se le daban muy bien los planos arquitectónicos. Era tan brillante que se le pudo haber designado director de la obra, o al menos seguir sus recomendaciones sobre quien podía serlo; pero los padres jesuitas conocían a alguien de la misma comunidad que podría terminarlo todo según el gusto particular de la Compañía. Ese personaje se llamaba Cándido Olañeta.

Con fama de inquieto y de trabajador, el hermano Olañeta tenía casi 50 años, había llegado joven desde su natal Guipuzcoa, vivía en el Colegio Nacional de San Bartolomé en Bogotá y buena parte de las obras de los padres jesuitas en la capital colombiana en los últimos diez años habían tenido su participación. Olañeta trabajaba la piedra como nadie y entendía de madera como pocos. Las únicas dudas sobre su designación eran ver si era capaz de dirigir una construcción de esta magnitud, y saber si le daban permiso para ello.

Para compartir la dirección de la obra llegó el hermano José María Ibarmia, y el tema de los permisos se solucionó con una solicitud del rector seminarista Mauricio Cruz al rector bartolino Luis Zumalabe Bastidas, y la aprobación del superior Camilo García.

Y empezaron las obras, pero Olañeta las dividió en dos trabajos paralelos: por un lado en colegio con todos los detalles para hacerlo al más puro estilo jesuita, y por otro lado el salón de actos para adecuarlo “a la italiana”, es decir, con un solo escenario al frente según el tipo de construcción más habitual de la época. Y cabe decir habitual porque en los “alegres años 20” se hicieron y/o inauguraron algunos de los teatros más emblemáticos de América Latina; para el caso colombiano los teatros Faenza y Olympia de Bogotá, el Teatro Municipal de Cali y el Teatro Imperial de Pasto; este último también con planos de Belisario Ruiz Wilches.

Olañeta siguió a rajatabla las ideas de Ruiz. Abovedó los palcos y la galería; puso el escenario ocho escalones por encima del auditorio y este a su vez tres escalones por encima del pie de calle; creó el foso, los hombros y las trampillas por donde nos metimos aquel día; construyó una caja escénica con suficiente resistencia arriba para el manejo de los telones y decorados; y revistió todo en madera.

Hizo colocar 54 butacas de iglesia adornadas con arcos en los hileras frente al escenario; se ubicaron diez butacas en cada palco, diez en cada palco alto y diez en cada gradería. Se hizo una separación con marcos desde la entrada y las butacas traseras y se pintó el escudo de la Compañía en el techo. Fue un bello y sorprendente resultado, bello por la brillantez estética de la obra, y sorprendente porque a pesar de lo pequeño, el espacio podía llegar a tener 2.000 localidades. Pero este aforo nunca se completó porque su servicio inicial no fue el de un teatro sino de un salón de actos.

Y con un acto se inauguró el 12 de julio de 1925. El acto, presidido por el flamante rector Gabriel Lizardi, fue la ceremonia de grado de la promoción de ese año del Colegio Seminario. Se esperaba que se pudiese llamar primera promoción Javeriana, pero el resto del colegio no estaba en condiciones de ser presentado, de modo que el salón de actos fue lo único que se inauguró, siendo alcalde de Pasto José Elías del Hierro, y gobernador de Nariño Eliseo Gómezjurado, famoso por haber cerrado tiempo atrás la Facultad de Matemáticas e Ingeniería de la Universidad, donde luego daría clase Belisario Ruiz Wilches.

Era normal que los colegios, sobre todo los religiosos, tuvieran grandes salones de actos, pero este rebasó las expectativas y se convirtió en una especie de joya de la corona para la institución. El del Liceo de la Merced de las madres franciscanas en Maridíaz tuvo una acogida parecida, pero no igual.

E igual de éxito tuvieron sus protagonistas. Como ya hemos dicho, Belisario Ruiz Wilches se convertiría en una eminencia de la ingeniería y la cartografía, siendo el cerebro gris de la delimitación territorial colombiana con Venezuela y Brasil.

Orgulloso de ser paisano del escultor Marcial Aguirre Lazcano y del jesuita Antonio de Araoz, compañero de Ignacio de Loyola, Olañeta, por su parte, se dedicó a trabajar en la construcción de la Casa de Ejercicios en los potreros de San Ignacio, y con el hermano Ibarmia, a enseñarle a un grupo de alumnos aventajados (Peregrino Morán entre ellos) el manejo del cemento y de las baldosas, con técnica y materiales hasta entonces desconocidos en la ciudad. Pero su salud le jugó una mala pasada y falleció dos meses después de inaugurado el salón de actos.

¡Qué hubo el aplauso!

El espacio construido siguió su curso, la mayoría de veces como salón de actos y en ocasiones como teatro distrital. Era obvio que para tal efecto contaba más el Teatro Imperial, pero las relaciones de la Compañía de Jesús con los mandatarios locales hizo que se prestara para algunos actos determinados. Así se realizó allí el VII Congreso Cafetero en 1934 y todo tipo de celebraciones en las que de alguna manera estaba vinculada la Compañía de Jesús.

La prioridad siempre fueron los actos del colegio, pero hubo fiestas navideñas, celebraciones de aniversario de la ciudad, actuaciones de fin de carnavales, jornadas de misiones, rifas del Club de Leones, elecciones bancarias, aniversarios de la policía y encuentros de sociedades. En el Teatro Javeriano (así conocido de puertas para afuera), se presentó durante décadas El Mártir del Calvario cada Semana Santa y se realizó el Primer Festival Nacional Universitario de Teatro, además de ser sede de las presentaciones del Teunar y otros grupos de actuación locales.

El grupo del Teunar con El Bolas y Daniel Olarte al frente presentó la obra Ubú Cornudo, de Alfred Jarry, y estuvo una semana en cartelera, tiempo récord para Pasto sobre todo teniendo en cuenta que era una comedia satírica que rayaba en lo absurdo. Más suerte tuvieron los cotizados actores televisivos Ronald Ayaso, María Eugenia Dávila o Judy Enríquez, quienes actuaron esporádicamente en el Teatro como invitados especiales bajo la coordinación de Luis Carlos Mesías de la Organización Nariñense de Actores, ONDA.

Recuerda Daniel que hubo presentaciones del TPB y también del Teatro Libre de Bogotá en eventos auspiciados por el Banco de la República y que mostraban la cara cultural del Teatro, pues la musical siempre tuvo gestores y promotores como Byron Castro. Y de la misma forma se organizaron encuentros sindicales y políticos.

Algunos de ellos resultaron trascendentales a nivel nacional como el acuerdo entre el Gobierno de Belisario Betancour y los campesinos de Putumayo y Nariño en uno de los tantísimos paros cívicos de aquella época en busca de mejora de servicios públicos, vías, crédito, vivienda, educación.

Y es que no había más en la ciudad, porque los salones de actos de los otros colegios no ofrecían las facilidades logísticas de este, y porque el Teatro Imperial era “mal visto” porque proyectaban cine porno. Bueno, en realidad el porno era más bien escaso, pero el cine erótico italiano protagonizado por divas como Gloria Guida o el alemán de Bárbara Bouchet era a todas luces pornográfico según el riguroso criterio del padre Jaime Álvarez.

Y el padre Álvarez tendría mucho que ver en toda esta historia.

En 1941 surgió la emisora Ecos de Pasto, fundada por Gerardo Bueno Delgado, quien diez años después se la vendió a Antonio José Meneses, que la echó pa’lante. Uno de los programas estrella de la emisora era el titulado Fiesta Dominical, espacio dedicado a hablar del progreso paulatino de los barrios populares de la ciudad y sus necesidades, al igual que de las bondades del campo y sus requerimientos. Y entre relatos y compromisos, se presentaban músicos aficionados provenientes de las veredas cercanas. Un programa campesino.

Pero un fin de semana de octubre de 1951 el locutor de planta se disculpó por no poder cumplir el compromiso, y Meneses le pidió a un joven muy humilde pero con mucha chispa, que lo supliera, al menos ese domingo. El joven en cuestión era de Pupiales, se llamaba Francisco Muñoz y ya era conocido como Pachito. Cayó como anillo al dedo. Es más, su afinidad fue tanta que parecía haber nacido sólo para amenizar ese espacio.

Pachito no era, evidentemente, un locutor común y corriente. Hablaba en el micrófono como quien habla con un amigo en una cafetería, y se comportaba ante sus invitados no como un anfitrión sino como un hermano mayor que les daba consejos sobre como desenvolverse en la ciudad. Así, regañón y condescendiente, desenfadado e inocentón, convirtió Fiesta Dominical en parte del paisaje pastuso cada domingo por la mañana.

Sin embargo, Antonio José Meneses no pudo seguir al frente de la emisora y en 1966 se la vendió al padre Jaime Álvarez, quien actuaba a nombre de la Compañía de Jesús. Hoy se podría hablar del padre Álvarez como de un pulpo de los medios de comunicación en el precario mundo provinciano de Pasto en aquel tiempo, pero la verdad es que a él lo impulsaba un apostolado metido entre ceja y ceja, una intención pastoral secundada por algunas familias voluntariosas de la ciudad, y una férrea disciplina religiosa conservadora que lo convirtió en “enemigo público número uno” de la izquierda local y del pensamiento nariñense renovador.

Pues bien. Estando al frente de Ecos de Pasto, el programa de Pachito Muñoz consolidó su presencia en el Teatro Javeriano y al estilo de los viejos radioteatros del tiempo de la Segunda Guerra Mundial, Fiesta Dominical, Pachito y sus “pequeños artistas” y el salón de actos del colegio fueron un solo ente. Cada mañana de domingo los palcos del teatro cambiaban a los estudiantes del colegio por empleadas del servicio doméstico y soldados del Batallón Boyacá que llenaban literalmente hasta las banderas aquel espacio y gritaban ante el grito: “¡Y nos juimos de fiesta!”.

Por el Teatro Javeriano, que no fue el único escenario de Fiesta Dominical, pero si el más habitual, pasaron grandes estrellas de la música internacional como Olimpo Cárdenas hasta consagrados de la música colombiana como el Trío Morales Pino. De igual forma, agrupaciones tropicales y salseras pastusas como Wilson y su Estrellas y la orquesta Afro-Onda. Tocaron Los Caminantes, el Trío Fronterizo, el Trío Martino, Los Brillantes y, como no, La Ronda Lírica.

Otros géneros como el jazz no tuvieron mucha cabida (ni en el programa de Pachito ni fuera de éste), quizás porque se les consideraba elitistas, quizás porque la mayoría de sus intérpretes emigraron muy pronto de Pasto, y quizás porque su principal exponente, la orquesta Jazz Colombia tuvo como sede única el Teatro Imperial, y ya con formato de quinteto el céntrico Hotel Pacífico. Quizás también por ello, Noro Bastidas llegó a afirmar en alguna ocasión que el Imperial era el único teatro disponible de la ciudad. Sólo una vez, que se recuerde, actuó allí el grupo Jazz Continental, pero tocando música tropical.

Lo que si brilló fue la música campesina regional en todas sus formas y estilos: el sonsureño del Grupo Quillacinga, el sanjuanito de La Banda de Ancuya, el bambuquito de Próspero Tulcán, el currulao en marimba de la familia Torres, la música guasca de Los Realeros de San Juan, el folclor andino del Conjunto Inti-Wuaszi, y el quisindiquindi, una tonada ancestral y básica bajo la que se pueden tocar todo tipo de ritmos y melodías populares a cargo de un sinnúmero de intérpretes que parecían reunidos sólo para la ocasión: “Con ustedes El Puma de Guaitarilla, José Luis Pinchao, que nos dice “Dueño de Nada”… A ver, ¡quibo el aplauso!”.

Y fue en una de esas tantas presentaciones de quisindiquindi que El Golo escuchó por primera y única vez a un grupo llamado Los Robinson de Cascajal, y reunidos Mario, Carlos él y yo en el huerto de mi casa en la Avenida Boyacá, nos propuso que a ese conjunto musical que queríamos formar le pusiéramos Los Robinson’s. Y así se quedó y así alcanzamos la fama; lo que nos lleva de nuevo a aquella entrada furtiva al salón de actos.

Un piano de cola Steinway

Los eventos del colegio en el salón de actos, al que se accedía por una puerta metálica corrediza ubicada en el patio de segundo junto al muro de frontón, iban por temporadas y de acuerdo al requerimiento de los cursos. Como no se abría siempre, se trataba de verdaderos acontecimientos que alteraban la monotonía de las clases. Por ejemplo, cuando metieron a todos los cursos a ver la famosa película de Michael Anderson Las Zandalias del Pescador… Yo me volé antes de que eligieran papa a Anthony Quinn porque la cinta duraba más de dos horas y “tenía otros compromisos”.

Los Robinson’s nos presentamos en el Teatro durante unas Fiestas Javerianas a comienzos de diciembre de 1979. Tocamos La Viudita Alegre y aunque no tuvo el mismo impacto de cuando hicimos Mi Tentación en el teatro de las Pachas, nos fue bien. Tocar allí daba nervios e infundía respeto.

Nuestro grupo era un grupo de recocha y mímica, muy bueno, pero cuyo único capital musical real era El Golo en la batería, quien tras graduarnos fundaría la primera banda de rock pastusa, Big Ventor. Y Big Ventor también se presentó en el Teatro Javeriano, por cierto.

El Colegio Javeriano, sin embargo, rebosaba en talento. Del año anterior al mío, Memo Segura, por ejemplo; de mi generación, Álvaro Moreno o Luis Adrián Erazo; de la siguiente promoción, Javier Martínez Maya, entre otros. Pero nunca se cultivó ese semillero de músicos, como si lo hizo Javier Coral en el Colegio Champagnat. Quizás el hacerlo le habría dado otra dimensión al Teatro Javeriano… Nunca lo sabremos.

Ahora hay una oportunidad de oro para hacerlo.

Ese Teatro Javeriano de todas esas andanzas y aventuras ha quedado atrás. En 2014 se ha transformado totalmente mediante un diseño de Daniel Duplat, arquitecto javeriano y pianista, especializado en condiciones de confort acústico. Duplat, quien ha estado a cargo de los trabajos del Teatro Julio Mario Santodomingo, las remodelaciones del Teatro Jorge Eliecer Gaitán y el Teatro de Bellas Artes de Cafam, ha hecho, por supuesto, énfasis en la condiciones acústicas de todos los elementos, incluyendo los coeficientes de absorción de la alfombra y en la silletería acústica (478 asientos) fabricada por Series Seatting.

Con paneles de resonancia y/o amortiguación a lo largo de toda la superficie, el escenario incluye un majestuoso piano de cola Steinway & Sons modelo D Gran Concierto. Por supuesto, el soporte técnico está ubicado en una cabina, un cuarto de sonido, un cuarto de dimmers y un equipo de última generación. Casi un siglo después de la decisión que cambió la ubicación del colegio de los padres jesuitas y su salón de actos, se presenta un teatro que moderniza completamente el mapa escenográfico del sur de Colombia.

El nuevo Teatro Javeriano responde a la remodelación completa del Colegio San Francisco Javier y a los planes de la compañía en Nariño. Esa remodelación comenzó en 2012 y acaba dos años después bajo el concepto de Reforzamiento Estructural y Remodelación a cargo del arquitecto pastuso y javeriano Darío Gómez Hoyos, y con maderas trabajadas por la empresa familiar Sarralde Delgado. En resumidas cuentas que Duplat viene a ser el nuevo Belisario Ruiz Wilches y Hoyos el Olañeta del siglo XXI.

Pero toda nueva obra tiene un autor intelectual y ese es José Alejandro Aguilar, bogotano, bartolino, jesuita, filósofo y téologo, alto, delgado, barbón, con lento andar de basquetbolista pero aficionado al fútbol, pausado al habla como debían ser los jesuitas de hace un siglo, y con algo en su historial que lo hacía predestinado para vivir en Pasto y dirigir obras sociales. De hecho es el director de la Misión Regional Compañía de Jesús Nariño, tras haber sido director del Instituto Mayor Campesino de Buga, y anterior encargado de la Casa de Retiros de San Ignacio y de la Fundación Suyusama, y capellán del Deportivo Pasto. Todo esto no nació sólo en su cabeza (en ello tuvo mucho que ver su predecesor Gerardo Arango), pero si recayó en su manos y él lo ha manejado mejor que nadie.

¿Y qué pasó con todos los protagonistas de esta historia?

Como ya se ha dicho, el hermano Cándido Olañeta murió en Pasto en 1925 y sus restos reposan en la cripta de la iglesia de Cristo Rey; Monseñor Pueyo del Val también falleció en la capital nariñense en 1929. Belisario Ruiz Wilches murió en Bogotá en 1958 tras haber formado familia en Pasto, y el padre Jaime Álvarez falleció en 2001 y el padre Gerardo Arango en 2012. La antigua silletería y piezas de madera del Teatro se encuentran en una bodega mientras se decide que se hará con todo eso.

TeatroJaveriano_1975_CoroJaverianitoEn cuanto a nosotros, al día siguiente de aquella entrada furtiva al salón de actos, el rector dijo en la izada de bandera que no estaba dispuesto a permitir que eso volviera o ocurrir. “Vándalos”, dijo en referencia a los disfraces rotos, y se hizo una investigación muy rápida que dio como resultado la matrícula condicional de la mitad de los implicados (los de la otra mitad nos salvamos) y el cierre inmediato de aquella peligrosísima entrada en la que El Golo había puesto una trampa para incautos con una vieja canasta de baloncesto. Los sótanos se cerraron para siempre y la policía nunca dijo nada de aquel sombrero que voló hasta su portal.

José Arteaga

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