Bienvenido recorre la noche habanera
Sospecho que Bienvenido Julián Gutiérrez sigue ahí, hablando solo o con los ángeles, pisando los charcos de la calle, y susurrando sus versos eternos.
Es pequeño, delgado, inquieto, y si no fuera por el bigote breve parecería un niño, porque camina con unas energías tremendas. Es 1935 y ya hay gente que le saluda por la calle.
Se llama Bienvenido Julián Gutiérrez, demasiado nombre para un hombre de apariencia breve, que lleva en su corazón mucha música y en su cerebro las letras de un montón de canciones que le van a hacer eterno.
No sabe escribir música ni toca instrumento musical alguno, de modo que todas esas guarachas, boleros, rumbas y sones le recorren el cuerpo y se le pueden leer en los ojos ansiosos. Ignacio Piñeiro lo llamó para formar parte de La clave Los Roncos, pero el pobre Bienvenido Julián no duró mucho allí, pero así, sin formación alguna, compuso cerca de 500 piezas.
























Posiblemente acaba de enterarse que el Cuarteto Machín ha grabado en New York su bolero Ojeras, el primero que compuso en 1922, y uno no sabe si es un regalo de amor o de reproche. La letra misma es confusa, y dice:
¿Y qué me cuentan esas ojeras,
no sé si insomnio o de ilusión,
negras, profundas, que surgen fieras,
y que denuncian una traición?
Ha nacido allí en la Ciudad de La Habana el 22 de septiembre 1904, y falta mucho para que su musa vuele más alto. Para que le broten de las entrañas cantos como este homenaje a la Patrona de Cuba, la Virgen de la Caridad del Cobre, y donde Bienvenido, que ahora camina mientras va cayendo la noche casi murmura la letra que hará eterna luego la gran voz de Miguelito Cuní:
Virgen, que a los tres Juanes apareciste
aplacando la furia del elemento,
por el niño que llevas te ruego triste
calma Virgen del Cobre, mi sufrimiento.
En el mar de mi Cuba, madre mía,
poco a poco la barca se va hundiendo,
faltándonos el pan de cada día
sin que tu oigas la voz de un pueblo hambriento.








Y él sabe mucho de eso. Fue hasta su muerte un hombre humilde, un pobre ilusionado que casi no recibió los pagos que merecía, pero que supo sentir el dolor de los demás. Como cuando compuso uno de los cantos que le abriría las puertas de la popularidad, El huerfanito, “inspirada, según la memoria popular, por el fallecimiento de la madre de Abelardo Barroso, quien hizo de su interpretación un cántico sublime al amor a las progenitoras”. En ella se lució Bienvenido cantando también sus penas de hombre triste que no quiere serlo. O de hombre alegre que intenta parecer muy triste.
El huerfanito es de esos cantos que un cubano no olvida, aunque casi nadie recuerda el nombre de quien lo compuso. Cierro los ojos y pienso en La Habana brillando junto al mar, en las noches, y siento la voz aguda de Abelardo Barroso, que fuera llamado en su día “el Caruso cubano”, desgranando esa especie de letanía que es apertura y luego estribillo, y que anuncia la soledad del ser humano:
Yo no tengo padre,
yo no tengo madre,
yo no tengo a nadie
que me quiera a mí.
Y que luego alza el vuelo y vibra el corazón, a punto de sonreír con la manera en que se anuncia esa orfandad:
Yo no tengo ni padre ni madre que sufran mis penas,
huérfano soy
solo llevo tristeza y martirio en el alma,
el cruel dolor
de no hallar una mujer,
una mujer buena
que me llene el vacío tan grande que ellos dejaron
con tierno amor.
Nadie le creía capaz de hacer esas canciones llenas de poesía y gracia. Todos dicen que Bienvenido Julián Gutiérrez, que hizo su primera enseñanza en la escuela Zapata y luego en la Municipal No 25 de La Habana, “era un bohemio, un loco sublime que andaba medio indigente, por su manera de vestir, y hablando solo por las calles”. Como hablando con Dios, o quién sabe con qué ángel, que le protegía y le regalaba esos destellos mágicos.
El inmenso Miguelito Valdés, que sabía y sentía como pocos el hervor de la buena música, montó en su repertorio Sensemayá, Echa un pie y Carmelina.











Pero ninguno de esos boleros o sones le iba a abrir las puertas del mundo como esa joya titulada Convergencia, difícil en su letra y con una musicalización simple y exacta, que se prende en el corazón y en la memoria. Todos hemos cantado sus versos iniciales:
Aurora de rosa en amanecer,
nota melosa que gimió el violín.
Novelesco insomnio do vivió el amor,
así eres tú, mujer,
principio y fin de la ilusión.
Bienvenido solamente tenía la letra, pero la melodía le recorría el cuerpo tembloroso. Se cuenta que fue en busca de Marcelino Guerra “Rapindey” con un papel en el que tenía escritos sus versos; unos versos que ni él, ni otros compositores habían sido capaces de musicalizar, y a partir de ese momento sus versos volaron en brazos de la música. Dice un experto que “Corría el año 1938. Había nacido Convergencia, un bolero perfecto”.
Fue en julio de 1939 que el Cuarteto Caney con Machito Grillo, grabó por vez primera ese número, en la ciudad de New York. También en Nueva York fue grabado por el boricua Johnny López, pero en aquel momento no impactó demasiado. Convergencia estaba esperando por una gran voz que lo elevara sacudiendo las almas en la tierra.
Llegó por fin el año 1958, y la voz era la de Miguelito Cuní, que lo grabaría con su septeto en el disco Sones de Ayer, editado por sello Gema, con temas compuestos por Bienvenido, y que incluía Los tres Juanes, Cobarde no, El cielo tenebroso, Dónde va Chichí y El diablo tun tún.
Pero en 1980, Cuní y Pablo Milanés echaron a volar el grandioso tema de Bienvenido, cuando lo cantaron juntos en Guantánamo, durante el Festival Nacional del Son, y grabándolo en disco un año después. Su autor no conocí esa consagración. En el año 1966 a la edad de 62 años se despidió de este mundo Bienvenido Julián Gutiérrez, un mundo al que le dejó una o dos fotos de su presencia humana, pero que se llenó de diamantes con sus creaciones. Fue en la ciudad que recorría incansable, La Habana, posiblemente cuando la cubría la noche.
Unos dicen que fue un 5 de diciembre. Otros fijan su muerte el día 10, y los hay que apuntan el día 12. Por eso sospecho que no lo hizo, que sigue ahí, hablando solo o con los ángeles, pisando los charcos de la calle, y susurrando sus versos eternos:
Madero de nave que naufragó,
piedra rodando sobre sí misma,
alma doliente, vagando a solas,
en playa sola, así soy yo.
La línea recta que convergió,
porque la tuya al final vivió.
Entonces la ciudad tranquila se echa a llorar, como si también naufragara.
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