Viaje al reino de Nat Chediak
La magia del cine, los secretos de la música, la pasión por el jazz latino. Una charla con el gran gestor musical Nat Chediak.
La elegancia del gesto, la parsimonia y una sonrisa perenne son la carta de presentación para quien se topa cara a cara por primera vez con Nat Chediak (La Habana, 1950). Para los que le conocemos y gozamos con su amistad, sabemos que hay mucho más detrás de eso: cualquier encuentro con él –real o virtual– augura una fiesta de conversadas, escuchas de música, anécdotas y descubrimientos. Lo mismo en su casa de Key Biscayne, su apartamento en Nueva York, que en uno de sus sitios recurrentes a los que te lleva junto a su familia, como quien acude a una catedral, la fascinante personalidad de Natalio Chediak puede abducirte y llevarte en un viaje único por su mundo de vinilos, películas, libros, recuerdos y obsesiones. Un mundo donde él es, al mismo tiempo, hacedor y sibarita, soñador y hombre práctico, objeto y sujeto, rey y súbdito: a estas alturas, Nat, que es un trabajador incansable, por inspirado, tiene una obra incontestable, significativa, cuidada hasta el mínimo detalle, dentro de la música latina, el cine y mucho más allá.
Los seis premios Grammy que ha conquistado y el halo legendario de ser el fundador del Miami Film Festival son sólo algunos hitos visibles. Tiene otros un poco “underground” o “raros”, como cuando hizo de extra –aunque con crédito– en el filme Me olvidé de vivir (1980), dirigido por el cineasta cubano Orlando Jiménez Leal y con Julio Iglesias en el rol protagónico. O su aparición en 2017 metiéndose en la piel de un cónsul alucinado en la serie televisiva ¿Qué fue de Jorge Sanz?, de su gran amigo David Trueba.
Como productor de cine debuta con el making-of de Two Much (1998), seguido de Calle 54 (2000) y En blanco y negro (2003), filme en torno a un memorable concierto de Bebo Valdés y Diego El Cigala. Tiene un único crédito como compositor, cuando, junto al gran Juanito Márquez, pone letra a la pieza A Mayra, de Bebo Valdés, para el filme Chico y Rita. Su Diccionario de Jazz Latino –escrito con la participación del periodista español Carlos Galilea– es un texto cardinal para entender el fenómeno musical que refleja el impacto de los ritmos latinos en un género de fuertes raíces y desarrollos en Estados Unidos, que es marca de identidad norteamericana. Sus incursiones en el cine y su entorno, muestran una línea de consecuencia que justifica los altos raitings de valoración pública y aceptación de la crítica especializada.
Debuta en el mundo de la producción musical y ese primer disco –El arte del sabor– se alza en 2002 nada menos que con dos premios en los Grammy Awards y Latin Grammy Awards. Como un Rey Midas, los álbumes que produce después resultan joyas atemporales de diferentes kilates, pero joyas al fin. Las notas que escribe para muchos de ellos no ocultan sabiduría, pero tampoco disfrute inmersivo en cada proyecto. ¿Quién es este hombre culto y sagaz que parece reinar más allá del bien y del mal, sin perder el norte en medio de las tempestades, modas y enloqueceres que azotan sin pausa a la industria de la música latina? Intentamos desvelarlo en esta conversación en exclusiva para Colección y Radio Gladys Palmera:
RM: Has dicho alguna vez que el primer recuerdo musical de tu infancia fue un disco de Elvis Presley de 78 rpm al pie del árbol de una de tus navidades en Cuba. Esto, sin embargo, no hacía prever tu vinculación y preferencia por la música cubana y el jazz. Tampoco la composición étnica de tu familia inmediata. Háblame, por favor, de la música que se escuchaba en tu casa. ¿Cuándo la música cubana llega a tu vida infantil o adolescente? ¿Cuándo el jazz?
NC: No recuerdo que se escuchara música en mi casa. Mi padre nació en Cuba junto con sus ocho hermanos y hermanas. Mis abuelos paternos fueron humildes libaneses que emigraron a Cuba en busca de mejor vida. El abuelo era vendedor ambulante y, ya en Cuba, se ganó la Lotería Nacional, con cuyo capital pudo comprarse una ferretería en Santiago de Cuba, establecimiento que perdió con la Gran Depresión de los años veinte. Había conseguido educar a uno de los hijos y, entre ellos, fueron educándose todos. Digo todo esto para explicar que no había espacio en la familia Chediak para las artes. Solamente el más joven de los hermanos tenía apreciación. Se casó con una pianista y pintaba por afición. Fue el primero de ellos en fallecer. Ya todos han muerto. Mi madre es de ascendencia cubana, hija de la vejez. Nació cuando mi abuelo materno tenía 65 años. Se llamó Ramón Rosaínz Díaz. Fue mambí y decano de los maestros en Cuba. De joven, mi madre tocaba la guitarra. Mi padre se jactaba de que la había abandonado … por él. La recuerdo muy mayor tratando de fijar el acorde de sol en la guitarra, pero sus dedos no le daban: padecía de artritis.
La primera música cubana que recuerdo haber escuchado fue en las fiestecitas de pepillos a las que iba mi hermana a los 12 o 13 años. Ella es 3 años mayor que yo y a mí me tocaba acompañarla. En esas reuniones infantiles se escuchaba sobre todo a la Orquesta Aragón. Mi gran preocupación era tratar de bailar con las niñas. Les preguntabas: “Cuadrado o de lado?” para definir los pasos a seguir. ¡Fue en ese entonces que me di cuenta que tenía dos pies zurdos! Recuerdo también que quise aprender a tocar el piano, pero mi padre estimó que si lo hacía … iba a convertirme en homosexual o —algo parecido para él—: ¡artista!
El jazz no llegó hasta mucho más tarde, ya en el exilio, estando en la universidad, en Miami. Mi padre nunca supo manejar y yo lo llevé a visitar a su viejo amigo y cliente Ramón Sabat. Mi padre, abogado especialista en derecho autoral, había roto el monopolio norteamericano de las discográficas que dio paso a la creación del primer sello netamente cubano, Panart, propiedad de Sabat. Cuando esa visita concluyó, Sabat me dio el disco que él consideraba su mayor acierto, el histórico Cuban Jam Session. Cuando lo escuché en casa, me quedé en una pieza y supe de inmediato que la música cubana era más que bailar cuadrado o de lado. Esa música instrumental tenía nexos con el jazz en la improvisación.
RM: ¿Qué pasión llegó primero y cómo: el cine o la música? ¿Cuándo el cine?
NC: Llegaron de manera simultánea. Veía mucho cine, principalmente seriales cómo Perils of Nyoka, en televisión. Recuerdo haber visto una reposición de Casablanca con subtítulos en castellano. Vi Jailhouse Rock de Elvis en el Cine Rodi de La Habana, si mal no recuerdo … Pero no fue hasta el exilio (tenía 10 años en 1960 cuando salí de Cuba) que el cine y la música llegaron a convertirse en dos grandes pasiones. Ahora de adulto creo que lo que propició ese romance es el haber tenido que trasladarme de país en país (Estados Unidos, México, Líbano) con mis padres hasta que ingresé en la Universidad de Miami en 1967, meses después que nos evacuaron del Líbano durante la Guerra de los Seis Días. Con ese traslado constante pierdes amistades esenciales para un niño y tanto el cine cómo la música te acompañan siempre. La primera película “de arte” que ví —instado por mi maestra de secundaria en México— fue Ocho y medio de Federico Fellini, en el Arcadia, un cine de barrio de la capital. Tuve que ir disfrazado de adulto (con saco, corbata y cigarrillo en la boca) porque en México la clasificaron “sólo para adultos”. Acabada la proyección volaron refrescos y rositas de maíz a la pantalla. Los espectadores esperaban una película de relajo. Recuerdo haber visto Psycho de Alfred Hitchcock en el Líbano con la parte inferior de la pantalla cubierta por subtítulos en árabe y en francés.
RM: En lo profesional, siempre te has movido esencialmente entre Miami y Nueva York. En tiempos anteriores a Calle 54 Records, ¿cómo se articula tu relación con la música que se hacía en Miami y en Nueva York (principalmente con el llamado “Miami Sound” y la salsa gestada en Nueva York?
NC: Al llegar a Miami en 1967 estuve anclado en la ciudad, salvo visitas a la frontera para renovar mi residencia o visitas a noviecitas en el interior del país durante el verano o las fiestas de fin de año. Mi gran pasión por la música sucedió recién llegado a la universidad con la salida del disco Songs of Leonard Cohen. Primera vez que escuchaba a un poeta (canadiense) articular, en la canción norteamericana, los vericuetos de intensas y complejas relaciones románticas. Mi gran flechazo con el cine fue al ver L’Immortelle de Alain Robbe-Grillet en 1970. Quedé fascinado. Inmediatamente supe que quería permanecer en ese extraño mundo de inusitadas imágenes y música. Fue entonces que resucité de inmediato, ese mismo año, la Film Society de la universidad.
El “Miami Sound” y la salsa estaban en la radio, pero no en mi vida.
RM: Tengo entendido que tu liderazgo en el Miami Internacional Film Festival es quien te acerca a Fernando Trueba y también, por regla de tres, a compartir con él tus pasiones musicales. ¿Fue así? ¿Cuándo comprendes que, espiritualmente, necesitas mucho más que escuchar tus discos y te conviertes en productor?
NC: A Fernando lo llego a conocer un par de años antes de fundar el Miami Film Festival, durante las navidades de 1981, cuando lo traje para el estreno norteamericano de su filme Ópera prima. Fue una amistad instantánea al reconocer la compartida admiración por los poemas y canciones de Leonard Cohen, la literatura de Guillermo Cabrera Infante y el humor de Woody Allen … entre muchas otras cosas. Al principio el jazz no fue parte de nuestra conversación. Al Fernando ganar el Oscar con su filme Belle Epoque, me propone que escriba el Diccionario de Jazz Latino.
Luego tuvimos un programa radial —grabado en Madrid y Miami— para Radio Nacional de España que gozó con una audiencia internacional de medio millón de oyentes a lo largo de tres años. Luego nace la película Calle 54 en el 2000 y Fernando me propone aprovechar que Bebo, Cachao y Patato coincidirían en Nueva York para grabar lo que fue mi primer disco como productor, El Arte del Sabor. Dos años después me dice que debemos continuar con la música. Fue entonces que creamos Calle 54 Records con la grabación de cuatro discos de Bebo, Lágrimas Negras con Diego El Cigala, los dos discos que comprenden Bebo de Cuba y We Could Make Such Beautiful Music Together, su grabación a dúo con el violinista uruguayo Federico Britos.
La labor de producción es espontánea para obsesos como Fernando y un servidor. Te empapas en el repertorio. Si grabas standards, para no caer en redundancia y aportar alguna novedad, escuchas a los que ya lo han grabado. Reúnes a los mejores músicos posibles para el disco en particular. También el mejor estudio de grabación y lo mejores ingenieros. Empiezas con una preparación absoluta. Si todo marcha bien y la suerte no te abandona, llegas a sorprenderte cómo el disco terminado supera, con mucho, al que habías imaginado.
RM: Está claro que la marca Calle 54 Records está lo suficientemente distante de referencias inmediatas en la industria como para considerarla un ente muy singular. El catálogo, la dirección musical, el diseño y el estilo de comunicación parecen seguir más las convicciones y divertimentos tuyos y de Fernando, que la línea del “mainstream” que podría asegurar de antemano la rentabilidad, consiguiendo en algunos casos –el álbum Lágrimas negras, por ejemplo– convertirse en la proa misma del “mainstream”. ¿De qué modo tú y Fernando consiguieron esto?
NC: Calle 54 Records es solamente la crónica musical de una gran amistad. Hay proyectos iniciados por Fernando y otros donde yo he tenido la iniciativa. El diseño gráfico de Javier Mariscal lo trajo Fernando. Conseguimos saltar las distancias geográficas para producir en conjunto siempre que sea factible o posible. Fernando adora Nueva York y para mí Madrid es cómo una segunda o tercera casa. Al principio la industria nos vio con recelo: ¿Quiénes son estos tarados y qué pretenden? Creo que casi 20 años y otros tantos discos después, se han dado cuenta que somos … inofensivos.
RM: Se nota que hay un cribado muy riguroso a la hora de elegir los músicos en los discos que has producido, como si intentaras de todos los microcosmos posibles, extraer lo mejor en cada caso para insertarlos en una nueva dimensión, como si conocieras todos los matices de los sonidos que son capaces de sacar a sus instrumentos y los espacios sonoros en los que son capaces de moverse. El multipremiado CD El Arte del sabor antecede a Lágrimas negras y a la formación de Calle 54 Records, es tu primer trabajo con Bebo Valdés, y es, a mi juicio, un clásico contemporáneo. Háblame de la génesis de este disco: si surge a partir del rodaje del documental Calle 54, y cómo lograste articular un producto tan genuino y virtuoso.
NC: El intento fue reunir el trío de oro de la música popular cubana, siempre bajo la batuta de Bebo. Como Cristóbal Díaz Ayala señaló en sus notas, la elección de comenzar con Lamento cubano no fue incidental. Quise grabar un repaso del clásico repertorio (que incluye temas de otras latitudes) interpretado por Maestros (con mayúsculas), pero filtrado siempre por el exilio que marcó la vida de todos ellos. Cuando le puse el disco a Chucho Valdés y le pregunté qué le había parecido me contestó gesticulando con las manos lo que me decía sonriente: “Es como ver izar la bandera.” Fue entonces que supe que había pasado mi tesis de graduado. Puedes grabar ese mismo repertorio con los mejores músicos de hoy… y sonará bien, mal o peor, pero jamás igual. El Arte del sabor es una cápsula de tiempo que capta la manera de entender la música de la época de los intérpretes que la están grabando.
RM: Háblame un poco del Diccionario de Jazz Latino que escribiste junto a Carlos Galilea
NC: No existía “ese” diccionario. Ibas a las tiendas de discos y te gastabas la punta del dedo buscando discos de jazz latino en los anaqueles. Eran poquísimas las tiendas que tenían una sección dedicada al género y muchas de ellas estaban repletas de discos de música latina que nada tenía que ver con el jazz. El proceso de investigación duró un par de años y fue agotador.
RM: En alguna entrevista anterior has dicho que el pintor Arturo Rodríguez es el responsable de que te hayas asomado al jazz latino, pero de la manera en que te acercas a esa y a otras músicas es evidente que venías ya con una amplia información musical y una acendrada melomanía. El vinilo debió jugar un papel importante en tu inmersión en la música cubana y el jazz de décadas anteriores. ¿Cuál es tu relación con ese formato? ¿Su calidad?
NC: Mi vínculo con Arturo y el latin jazz quedó fijado en el Diccionario de Jazz Latino, cuya portada fue creada por él. Además de estudioso soy coleccionista y conservo casi un millar de vinilos que nunca han sido editados en CD. Me atrevería a decir que los que conservo, escasamente los encuentras en digital. Intento no tocar mis vinilos, salvo para referencia, por temor a gastarlos o dañarlos, ya que son irreemplazables. Defiendo las colecciones privadas, porque protegen la memoria de la música, descuidada desde siempre por las instituciones y los gobiernos. En Rio de Janeiro está el aeropuerto Antonio Carlos Jobim. Te imaginas que en Cuba a Rancho Boyeros le hubieran puesto Ernesto Lecuona, Beny Moré o Celia Cruz? ¡Jamás! Conozco esa lucha en carne propia y lo último que hice en Florida International University antes de irme del festival de cine fue asegurar que asumieran la extraordinaria colección de Díaz Ayala. La de Gladys Palmera es punto y aparte, única gracias a su difusión radial las 24 horas: eso sí que es protección, para no decir amor a la música.
RM: ¿Qué opinas de los procesos de producción musical en la llamada época dorada de la música cubana (antes de 1961)?
NC: El sonido analógico tiene características que lo hacen tan valorable como el digital. No dejo de maravillarme ante la calidad de los estudios, y la imaginación de la ingeniería en épocas anteriores cuando no existían grandes recursos. Para nosotros, el ingeniero de sonido es un artista más en el estudio.
RM: Tu nombre y tu gestión siempre han estado asociados a proyectos de excelencia, primeramente en el cine. La huella que dejaste con la creación y liderazgo del Miami Film Festival se mantiene aún fresca, como un ideal al que muchos quisieran que regresaras (no sé tú). Y en la música, el catálogo del sello Calle 54 Records es una “delicatessen” en medio de un panorama que recuerda bastante la aridez. ¿En qué crees que radica esa fina percepción, ese acertado olfato para detectar lo bueno y saber convertirlo en éxito?
NC: No tengo el menor deseo de regresar al festival de cine. Sería como repetirme. Estoy orgulloso de su saldo y del afecto que otros le tienen a lo que fue. Ya no es lo mismo. A mí lo que más me apetece es proponerme nuevos retos. Mientras no pierda mis facultades, no pienso jubilarme. Siempre queda algo excitante por hacer. En cuanto a la calidad de mis empeños, siempre he estado convencido de un concepto: si el producto es bueno, casi siempre consigue imponerse.
RM: Creo ver en tu obra como productor, un interés casi obsesivo por las músicas de raíz o, cuando menos, aquéllas de absoluta autenticidad y su (re) encuentro con lo inmediato: de Bebo Valdés a Niño Josele y Estrella Morente; de Martirio en Nueva York a Paquito Hechavarría en Miami; Issac Delgado sacando el latin crooner que lleva dentro y pidiendo permiso a Frank Sinatra para entrar en su mundo; Pedrito Martínez revisitando a Camarón de la Isla desde el barrio habanero de Cayo Hueso. Esos caminos no me llevan (o sí) a tu más reciente trabajo: revisitar las mejores canciones de Sam Cooke. Cuéntame cómo se integra este disco a la línea de intención de tu catálogo como productor musical. ¿Qué te hizo “desempolvar” a ese grande antes de que el cine documental reparara en su inspiradora y trágica historia?
NC: El disco Bringing It Home es producto de la lectura de Dream Boogie, la biografía de Sam Cooke escrita por Peter Guralnick. La música soul viene del gospel y principalmente, los dos artistas que hicieron la transición fueron Ray Charles y Cooke. Ray Charles nunca estuvo apartado de las raíces negras del rhythm & blues (R&B), sin embargo Sam Cooke se proyectó más bien en el mainstream, como lo que llaman un artista “middle of the road” (MOR). Nuestro disco pretende imaginar cómo sus temas hubiesen sonado en R&B. Optamos por una vocalista, porque hubiese sido fatuo pretender encontrar otra voz masculina que se pareciera a la de Cooke. ¡Imposible! Reunimos a los mejores acompañantes del género y grabamos como si fuera jazz para realzar los coros y la instrumentación. Grabamos en 2013 para celebrar el cincuentenario de su trágica defunción. Cuando lo terminamos nos dimos cuenta que la industria había cambiado. Sony Legacy (que distribuye el catálogo de Cooke) quiso editarlo en digital y nosotros somos fetichistas del objeto, del disco en sí. De hecho, el laureado fotógrafo Bruce Weber tomó la foto de la portada, pagando por el estudio y los asistentes de su propio bolsillo. Pero la banda (Calle 54 R&B All-Stars featuring Nicki Richards) la inventamos en el estudio, no existía antes de la grabación. No tenía manager y gira de conciertos. Ya en ese entonces estaban desapareciendo las tiendas de discos, incluso cadenas como Tower Records. Los discos ahora se vendían sobre todo en los conciertos y las actuaciones. Aunque a todos les fascinó, ninguna discográfica se interesó en distribuirlo. Antes de ese disco, nuestra labor era la de un productor, en el estricto sentido de la palabra, responsable por el producto final. Sucedió que ya eso no era suficiente. Y ni Fernando ni yo tenemos vocación de manager de orquestas o contratista.
RM: Más allá del ejercicio profesional que implica la escucha interesada, ¿qué música escuchas regularmente en tu condición de melómano?
NC: Durante la pandemia he estado viendo más cine, escuchando menos música. He disfrutado de Alma nuestra por Salvador Sobral, una manera sui generis de asimilar el bolero. El CD Jazz Bata 2, de Chucho Valdes me regresa a una de sus grabaciones esenciales. En el album Yo vine a querer, de Boris Larramendi se evidencia el crecimiento de un cantautor que yo disfruto.
RM: Fernando Trueba dice que es especialmente feliz grabando música. ¿Y para ti, ese trabajo del productor musical encerrado en un estudio, interactuando con los músicos y técnicos, de qué manera impacta en tu vida, siendo como eres alguien especialmente de familia?
NC: Fernando se refiere a la familia que reúnes durante una grabación. ¡Ojalá pudiéramos estar más a menudo en esa compañía! Pero tenemos la nuestra, la de la vida real, la que hemos forjado… y la cual también reúne amistades que alegran nuestros días y noches.
RM: Sé que eres un lector voraz. ¿Cuáles son tus escritores preferidos o recurrentes?
NC: Cabrera Infante, amigo y maestro, es un referente. He leído todas las novelas de Leonardo Padura. Su personaje Mario Conde es casi de la familia, como lo son Sherlock Holmes, Hercule Poirot, Sam Spade y Philip Marlowe. Disfruto leyendo biografías de cine escritas por Scott Eyman, Joseph McBride, Antoine de Baecque y otros. Repaso de vez en cuando las novelas epistolarias de Wilkie Collins…
RM: Habiendo defendido, como lo has hecho, la importancia del nicho destinado al buen gusto y sobre todo, las propuestas musicales con una clara exposición de lo auténtico y culturalmente virtuoso sin mirar demasiado al “mainstream”, ¿cómo ves ahora mismo la salud de la música latina dentro de la industria global? ¿Cómo te ves dentro de esta nueva realidad? ¿Te resulta inspiradora? Si se puede decir, ¿en qué proyecto trabajas ahora?
NC: Mi gusto por la música latina siempre se ha inclinado por los clásicos de la música cubana y la bossa nova. Mis cantautores favoritos fueron siempre norteamericanos. En el jazz me inclino por las baladas. Disfruto mucho de Johnny Hartman, merece mayor reconocimiento. A veces Juan Luis Guerra abre una ventana por la cual puedes ver las múltiples posibilidades que quedan por explorar. Pero hoy día el entorno es desolador. En cuanto al futuro, sigo tan inquieto cómo siempre, abierto y receptivo a múltiples posibilidades —fílmicas y musicales— siempre consciente de que cuando cierras una puerta, otra se abre.