Donny Hathaway, primer artista total del soul
A los 40 años de su muerte prematura, Donny Hathaway vive. La perfección de su canto negro es hoy una liturgia sonora.
Hace cuarenta años, en uno de los inviernos más fríos de la historia en Nueva York, se apagó de manera dramática y prematura el fuego del músico Donny Hathaway, una de las grandes promesas del soul de los años 70. Tenía 33 años y, pese a un currículo corto en discos, había alcanzado ya la altura artística de Marvin Gaye y Stevie Wonder. Su intensidad, soul sofisticado y con inmersiones en ritmos latinos, era admirada por Curtis Mayfield, Aretha Franklin y Roberta Flack.Torturado, inseguro de sus capacidades y sobrecargado de drogas psiquiátricas, la versión oficial sostiene que el autor de la mítica The Ghetto se suicidó tirándose por la ventana de un piso 15. Otros siguen manteniendo que hay una verdad oculta y muchas preguntas sin responder.
Los despachos de meteorolología eran, sin discusión, la mala noticia diaria en el invierno de 1979 en Nueva York. El frío acercó la ciudad a sensaciones siberianas, con una mínima inverosimil de 32 grados bajo cero (la segunda más baja de la historia) y una media de 17 negativos. La macro-ciudad del este de Estados Unidos es veterana en rigores frigoríficos, pero aquello era demasiado para cualquiera. Lo chic y lo vulgar, aunque con distinto temple según el precio del abrigo, padecían la gelidez. Entre los días 12 y 14 de enero cayó sobre los neoyorquinos y su territorio una tormenta que parecía enviada como prueba de resistencia por los dioses árticos. Central Park tenía aspecto de estación de montaña, con collados nevados de hasta siete metros de altura.
En la frontera sur del parque, una zona de alto nivel y abundancia de esos rascacielos con traza de agigantados bloques de juegos infantiles de construcción, la noche del día 13 no parecía de sábado. ¿Quién tiene ganas de pisar la calle cuando no distingues a más de un metro de tus ojos? El silencio era profundo y sólo algún camión de bomberos avanzaba con obligada languidez por Central Park South. Aunque Nueva York era entonces un territorio hostil y muy peligroso -162.000 delitos en 1979, 2.000 muertes con violencia, 5.400 violaciones…-, casi nadie, con malas o peores intenciones, poblaba la noche. Ninguna ayuda podías esperar, además, de unos servicios públicos deteriorados por una época de caos económico y malversación administrativa.
Poco antes de las once de la noche, la comisaría de Midtown North, encargada de la vigilancia del Distrito del Diamante, la zona de los teatros, el Radio City Music Hall y el Rockefeller Plaza, recibió una llamada alertando del hallazgo de un cadáver en la acera, frente al número 160 de Central Park South. Alguien declaró que el hombre había caído desde el Marriott’s Essex House. Uno de los porteros del lujoso establecimiento, un hotel de estilo art decó, identificó el cadáver allí mismo: se hospedaba en una de las suites del decimoquinto piso y era el músico Donny Hathaway, que había cumplido 33 años en octubre de 1978 y estaba en Nueva York para grabar un disco con su amiga, la también cantante Roberta Flack.
El último tema en el que habían trabajado aquella misma tarde en el estudio tenía un título con un presagio en las entrañas: You Are My Heaven (Eres mi Cielo). Ella invitó a su confidente a cenar en su apartamento, en el no muy lejano edificio Dakota -otra macabra casualidad: se trataba del condominio donde John Lennon sería tiroteado hasta la muerte en 1980 por un lunático-. Flack prometió preparar el sencillo y racial plato favorito de Hathaway, maíz asado. Sentado al piano, mejorando el arreglo de la canción para buscar la intensidad justa -era un especialista en tensar los sentimientos mediante una suavidad cercana a la devoción del góspel-, mordisqueando una mazorca y a la vez tocando con una sola mano, de pronto se quejó a media voz, hablando para sí mismo:
No puedo seguir, no puedo... Estas voces de tipos blancos no me dejan en paz. Quieren matarme y robar mi música. Lo intentan cada día.
Lo siguiente fueron sollozos discretos y lágrimas evasivas que no sorprendieron a Flack, atestiguante de otro de los episodios de derrumbe de un músico capaz de tocar con soltura cualquier partitura e inocular el fuego del soul a las joyas minimalistas de su compositor favorito, el impresionista francés Eric Satie, precursor de la música repetitiva y la sustitución de la técnica por el estado de ánimo. El músico estadounidense competía con Marvin Gaye y Stevie Wonder, los únicos con tanta autosuficiencia como Hathaway: cantante, compositor, productor, arreglista, pianista, artista de éxito, joven alabado por sus contemporáneos (“al igual que algunas personas son multilingües, Donny era multimusical”, había resumido la apasionada admiradora Aretha Franklin)… Todo indicaba que el hombre de la sempiterna newsboy cap, la gorra redondeada y rellena que distinguía a los trabajadores proletarios desde el siglo XIX, estaba llamado a ser uno de los mayores profetas musicales del afroamericanismo que emergía con explosiva legitimidad en los años 70.
Como tantos otros cantantes negros, Hathaway empezó a usar las cuerdas vocales en la escuela coral de las funciones religiosas de los domingos. Nacido en 1945 en Chicago pero dejado a los tres años por el divorcio de sus padres al cuidado de la abuela, la cantante de góspel y guitarrista Martha Crunmwell-Pitts, creció en las viviendas sociales de Carr-Square, en San Luis-Misouri. En casa había un piano y el crío sintió desde el primer momento que aquel instrumento no se limitaba a fabricar escalas, sino que permitía el acceso a reinos de misterio, fantasía, delicadeza y compasión.
El pequeño Danny fue calificado como el cantante de música religiosa más joven del país cuando hizo una gira, a los seis años, por templos del Medio Oeste de Estados Unidos: vestía de marinerito, tocaba el ukelele, era acompañado por la abuela y se hacía llamar Little Donnie Pitts. Unos años después estudió solfeo e interpretación y, gracias a una beca, logró entrar en 1963 en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Howard de Washington, D.C., la llamada Harvard Negra. Una de sus compañeras de clase en algunas asignaturas era dueña de una voz que podía imitar a un pájaro. Tenía unos pocos años más que Hathaway, procedía de Carolina del Norte, también había convertido el don musical en talento en las ceremonias baptistas y se llamaba Roberta Flack.
El joven bregó unos años como arreglista -en el explosivo The Young Mods’ Forgotten Story (The Impressions, 1969)-, ingeniero de grabación, compositor mercenario (dos piezas en First Take, el primer álbum, de 1969, de su amiga Flack) y prodigio para todo en las discográficas Curtom y Chess -donde aparece o ni siquiera es citado en los créditos de al menos dos decenas de álbumes-. Aunque logró debutar como intérprete con I Thank You Baby (1972), un dúo con June Conquest, publicó sus tres primeros discos largos en el sello Atco, una divisón de la poderosa Atlantic, tras ser recomendado por el ilustre saxofonista King Curtis -acompañante, por cierto, de Lennon en los paisajes más bravíos del álbum Imagine, y también víctima de los años de los cuchillos en Nueva York: lo mataron en 1971 unos camellos-.
El álbum de debut de Hathaway fue Everything Is Everything (1970), un disco arriesgado que comienza con la irresistible y adelantada a su tiempo Voices Inside: Lets get down, now!, ordena el cantante antes de dar entrada a un coro ceremonial y un escenario sonoro complejo, con robustos arreglos de cuerda y viento escritos por el artista, capaz de trabajar, sin fallo alguno, con orquestas y masas de voces de hasta cuarenta personas. Dos versiones ajenas reciben también inyección de músculo: I Believe To My Soul, de Ray Charles, donde Hathaway emplea la dinámica del R&B tradicional, y To Be Young, Gifted and Black, la canción de Nina Simone que aquí es cantada con un amplio registro tonal.
La gran sorpresa y el momento más valiente del álbum es The Ghetto, una larga soflama montada bajo un arrollador ritmo afrocubano de congas -el solista es Master Henry Gibson (1942-2002), el percusionista que aparece en más grabaciones de la historia, unos 1.200 álbumes-. Con un mensaje lírico sucinto pero de irrefutable conciencia que apenas se limita a mencionar el lugar donde los poderosos ejecutan el aislamiento y la marginación de las minorías y un arreglo musical igual de preciso -incluyendo los gorgoritos de felicidad de un bebé-, Hathaway está señalando un espacio social de condena, pero con ánimo alegre, deduciendo que del infierno puede surgir un paraíso.
Mientras en el segundo álbum, Donny Hathaway (1971), el objetivo del artista es mostrar a qué terrenos en apariencia impenetrables es capaz de llegar con la voz, los tres álbumes en directo –Live (1972), editado en vida, y los dos póstumos, These Songs For You, Live! (2004) y Performance (2012)- echan chispas. Se trata de registros que alimentan la envidia de quienes no presenciamos aquellos momentos de ceremonial afiebrado pero de lustrosa elegancia. Las grabaciones de conciertos, sobre todo las del primer disco, bastan, sin embargo, para confirmar que Hathaway era un rara avis que combinaba la precisión de un músico de escuela con el corazón horneado en las brasas místicas del góspel y el sentimiento asentado en la carnalidad furiosa del soulurbano.
Pese a la grandeza de un músico que, como destacaban sus colaboradores, jamás cometía errores ni perdía sentimiento con la perfección, Hathaway no entró en el mainstreampor sí mismo, sino gracias a un par de discos de duetos. Roberta Flack & Donny Hathaway (1972), que grabaron en directo en el estudio, fue una comunión que hizo innecesarias las repeticiones de pistas merced a la conexión entre los intérpretes y amigos. Fue disco de oro en ventas y ocupó el primer lugar en el hit parade pop gracias a las sedosas Where Is the Love y una versión de You’ve Got A Friend, el tema para todos los paladares escrito por Carole King. Roberta Flack Featuring Donny Hathaway, editado en 1980, contiene las dos últimas canciones en las que trabajaba Hathaway cuando murió.
Entre ambos cantantes había una avenencia armónica muy rentable en lo comercial, pero desequilibrada en lo artístico. El estilo de Flack, una vocalista bien educada pero con esa presunta sofisticación racial que para algunos es el mejor fondo para las reuniones sociales o los encuentros sexuales (las hiperbaladas The First Time Ever I Saw Your Facey y Killing Me Softly With His Song están entre las más mullidas piezas del cancionero universal), perdía en todos los terrenos frente a las cualidades de su compañero, un predicadorde franca nobleza, incapaz de dobleces o farsas diseñadas para el mercadeo. La comparación entre ambos sobra: Flack se mantenía gracias a arreglos previsibles y el uso forzado de la voz, mientras que su amigo y colaborador era un ejecutante que mezclaba el blues con el jazz latino y el góspel y un compositor capaz de intimidar a los mejores. “Cuando pienso en la música la veo completa, en su totalidad. Para mí es lo mismo un blues arrastrado que una elevada sinfonía”, explicó en una de sus últimas entrevistas.
En 1973, poco después de la edición del tercer LP, Extensions of a Man, una obra suprema y majestuosa, merecedora de estar a la altura de los grandes oratorios del mismo año, el carnal Let’s Get It On, de Marvin Gaye, y la crónica sobre la rabia social y racial Innervisions, el primer álbum maduro de Stevie Wonder, los médicos habían diagnosticado que el comportamiento errático y olvidadizo de Hathaway era consecuencia de una esquizofrenia paranoide. Fue una decisión en teoría flemática pero en el fondo despreocupada de las que acostumbran a emplear los psiquiatras: cuando el alma sufre, la culpa es del propio enfermo y de los malos usos de la mente. También fue de la misma vulgaridad la solución propuesta: 14 píldoras narcóticas tres veces al día. Cinco años después, anulado por una dieta tóxica, Hathaway era incapaz de tocar en conciertos, no creía en sí mismo, había perdido gran parte de las capacidades musicales que le acompañaban desde niño.
Algunos amigos han declarado que había escasos componentes congénitos en la torturada personalidad del artista. Han mencionado el malestar por la explotación infantil que sufrió como niño prodigio, el mal trato que recibió de las discográficas, la impericia emocional para soportar la presión creativa y sus obligaciones comerciales y una bisexualidad no revelada que le provocaba graves conflictos religiosos. Como otros creadores de sensibilidad muy alta y carácter quebradizo, el dulce Hathaway comenzó a experimentar crecientes incapacidades. Desde 1973 apenas podía entonar la voz para cantar, se sentía perdido, abandonaba las sesiones de grabación, casi no se comunicaba con su esposa, Eulalah…
Durante la homilía del funeral, el activista afroamericano, pastor baptista y político demócrata Jesse Jackson, mencionó pormenores sospechosos en la muerte de Hathaway, también secundados por la viuda y amigos del músico. El suicidio, de acuerdo con esta versión, sólo basada en opiniones personales, era muy poco probable en una persona tan creyente en la fe cristiana. Por otra parte, el cristal de la ventana había sido retirado limpiamente del marco, el cadáver estaba trajeado con un abrigo y llevaba guantes, prendas que parecen insólitas en una persona que decide lanzarse al vacío desde su apartamento.
Cada noche, Hathaway practicaba el ritual de arrodillarse en el balcón o ante la ventana para una última oración antes del sueño. Rezaba “a Dios y a la aves del cielo”, decía cuando le preguntaban. No es descabellado imaginar al músico buscando por última vez la armonía entre los pobladores de la parte del mundo que está por encima de los elementos y las contrariedades, el lugar infinito donde mejor suenan las canciones, un paraíso que admite los fracasos sobre la tierra.
Cuando apareció como disco sencillo (1969) la canción-emblema con la que se cierra esta mínima playlist, The Ghetto, la crítica descubrió una “nueva fuerza impulsora para el soul” —el juicio es de la revista Rolling Stone— gracias a la garra elemental, directa e irresistible de una base afrocubana, sostenida por la percusión de los cueros, las palmas, el piano eléctrico tocado por Hathaway, y las sacudidas de una voz solista donde se anudan los abismos dolientes del blues y el martilleo hacia el éxtasis del góspel religioso.
La selección permite comprobar la polivalencia del artista y la gran altura que alcanzó como músico total (intérprete, compositor y arreglista). Desde la infrecuente pieza sinfónica I Love the Lord: He Heard My Cry, con orquesta de 40 maestros y marching band, un atrevimiento que descollaba y rompía todas las fórmulas de la época, hasta las variaciones del síncope sensual del soul cuajado a partir del góspel —Voices Inside, Come Litlle Children...—.
Comparable en sensualismo a Curtis Mayfield o Marvin Gaye, Hathaway era un fragoso baladista, como demuestra en la clásica He Ain't Heavy, He's My Brother, que aquí podemos escuchar en una grabación en directo.