Matombe

Nací en Veracruz, México. Casi todas mis amistades creen que en Xalapa pero no, nací en Lerdo de Tejada, una ciudad-pueblo relativamente cerca del Puerto de Veracruz, algo así como el paso entre las regiones del Sotavento y los Tuxtlas.

La perspectiva desde la cual escribo este texto es de una sencilla espectadora, sin más. Actualmente veo surgir libros y artículos en torno al son jarocho ya dejando atrás la intención compilativa con la que hace décadas se escribió al respecto, volcándose ahora hacia una índole sumamente académica, igual que ocurriera a otras músicas como el flamenco, mi principal área de interés y formación, a partir de ser reclamado por la UNESCO. Los libros y textos a los que me refiero son casi siempre escritos por etnomusicólogos, investigadores o los propios músicos jarochos.

También me llama la atención esa especie de pugna entre soneros provincianos y soneros capitalinos por la potestad de decidir quién es digno de la tarima. Entran temas relacionados a la pureza, tradición y roles varios en el son jarocho. Pero a esos territorios sin duda no me adentraré más allá de apuntar que esto, en mi opinión, rompe la premisa que aquellos músicos antiguos plantearon: el fandango como espacio abierto, seguro, para la queja social y el pleno disfrute lejos de la vista del tirano.

A pesar de haber nacido y vivido un par de años en una zona origen del son jarocho, jamás fue música habitual en mi casa. Mi primer contacto con el género musical fue breve. En el kínder, a los cinco años, bailamos La Bamba y, creo, La Bruja para el festival de primavera; yo llevaba el traje que se ha fijado en el imaginario como «tradicional», es decir, falda y blusa blanca, delantal negro con flores bordadas, abanico, y demás, que vendría a ser la versión ‘ballet folklórico’ del atuendo jarocho genuino.

Tampoco me interesó el son en mi época universitaria, cuando en el ambiente hippie de mi facultad todos querían aprender nociones básicas de jarana y zapateado para lucirse un poco en los fandangos. Sin embargo, fue justo en ese tiempo cuando el son jarocho empezó a ir cuesta arriba gracias a músicos jóvenes que decidieron abrir paso a la fusión de son con sonidos más actuales. Ahí surgió Sonex, grupo xalapeño, con sus temas originales pero basados en lo jarocho, acompañados por un violín eléctrico, bajo y batería. Dignos herederos de sus linajes jarochos, ampliamente conocidos dentro del ambiente cultural veracruzano.

Realmente empecé a escuchar son cuando me enamoré. En 2011 gracias a un francés enamorado de las jaranas y los versos emprendí mi modesto viaje cual turista en mi propia tierra, igual o más extranjera que él porque hasta entonces eran parajes desconocidos. No me da gusto decirlo, en fin.

Aquí  conocí a Son de Madera, agrupación que viene cultivando con sus propios y no pocos recursos un son jarocho tradicional, pero sin dejar de lado esa apertura evolutiva que permite a las músicas regionales expandirse y trascender generacionalmente.

En una fiesta de esos tiempos escuché por primera vez a Matombe. Ellos me dejaron especialmente sorprendida por la brillantez con la que resaltan la influencia afromestiza del son jarocho; incorporan sonidos más sureños, de tierras donde habitaron negros esclavizados, peones en haciendas ganaderas e ingenios azucareros que tras las crueles jornadas veían el fandango casi cual redención espiritual. Dan testimonio de ello instrumentos como la leona, la muy particular manera de cantar, recordando esos gritos vaqueros para llamar las reses, y el baile, de un zapateado intenso, veloz y «cadereado».

Me animé a tomar unas clases de zapateado jarocho en línea durante la cuarentena, algo que yo llamaría «la nueva época» de mi exploración en el son jarocho, con mucha más madurez, un poco más libre de la sola pátina rosa del enamoramiento y más impregnada de una capa firme de amor y admiración. Me he permitido escuchar son jarocho sin usar referencias pasadas, lo que ha sido gran ayuda para hacer valiosos descubrimientos como la agrupación Manguito con Chile, tres músicos jóvenes de distintas zonas veracruzanas que transitan entre la tradición sonora y composiciones originales que no dudo formarán parte de un futuro repertorio clásico.  

No podría haber imaginado una mejor manera y compañía para hacer, tardíamente, a tropiezos, a intervalos, este paseo acústico que, pensándolo bien,  parece iniciar y finalizar a las puertas de aquella casa donde nací, entre un calor tremendo, cenizas volátiles de la zafra y nieve de coco.

El son jarocho tiene una historia muy antigua, pero como género musical se empieza a conocer a finales del siglo XVIII al sur del estado de Veracruz, México. Su enorme versatilidad artística ha extendido su importancia cultural al baile, a la fabricación de instrumentos, a la coreografía y al vestuario. Ha tenido, por supuesto, muchos momentos vitales en su historia, pero hasta mediados de los años 70 fue tratado solamente como un producto del folclor veracruzano. Su renacer en México DF se dio en esos años a través de las experiencias de diferentes músicos que lo llevaron a la capital mexicana. 

Mariana Viveros describe el son jarocho desde su experiencia como público y nos muestra que existen grupos que no sólo mantienen viva la tradición, sino que han entrado en la dinámica de la globalidad y la mezcla con diferentes músicas. Esta playlist recoge algunas de esas canciones y de esas bandas, desde la tradicional Grupo Mono Blanco hasta la jovencísima Matombe.

Playlist

1. Caña Dulce y Caña Brava - El Pájaro Cú
00:00:10
2. Son de Madera - La Morena
00:05:25
3. Sonex - Café
00:11:58
4. Los Plátanos Machos - La Petenera
00:15:40
5. Los Cojolites - Sembrando Flores
00:18:58
6. Grupo Mono Blanco - La Candela
00:24:11
7. Matombe - El Torito Jarocho
00:31:18
8. Sonex - El Balajú
00:35:47
9. Son de Madera - Las Olas del Mar
00:42:09
10. Matombe - Lluvia de San Juan
00:50:02
11. Los Pájaros del Alba - El Toro Zacamandu
00:55:32

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