Kabiosile: Abelardo Barroso
Abelardo Barroso puso a caminar por el universo cuando anunció para la eternidad que había llegado el panquelero.
Entre la bruma de la memoria, la voz de cuchillo tembloroso de Abelardito Barroso, el hombre que nació dos veces, y al que, al final, en medio del oro del resurgir, le fuera arrebatada la razón de su vida: el aire espléndido del canto.
Siempre resurgen en mi mente las mañanas frescas de mi pueblo. Calles estrechas, casas pequeñas y limpias, y un vendedor de cualquier cosa, un voceador de olores transcurriéndolas, de arriba abajo, de sur a norte, enfrentándose al viento del amanecer, en esa hora espléndida donde el sol se instala suave, con ternura de visitante, casi con pena de alumbrar. Y en la grisura con destellos, Juan el bobo, cargado de recientes pastelitos de pollo, crujientes, apetitosos, cálidos en la lata que llevaba en bandolera. Y luego el mago Tati, con los dulces de delirio en el tablero plegable, en ristre aquel estante de tijera que abría ante el mundo sólo de un golpe que hacía doler el estómago. Sus voces todas, juntas, mezcladas, ya lejanas, fueron el eco del pregón mayor que Abelardo Barroso puso a caminar por el universo cuando anunció para la eternidad que había llegado el panquelero.
Cuando le vi, yo pequeñísimo y sin saber nada del mundo todavía, en la pantalla sin color de mi televisor, con aquellos ojos pequeños y tristes, y la mandíbula prominente que le hacía parecer una guanábana a punto de desgajarse, tuve una especie de premonición: por una extraña asociación de ideas e imágenes, cada vez que el aire era roto por un pregón; en todos los momentos en que aparecía la figura envolvente y a la vez escurridiza de un vendedor ambulante; en los amaneceres de luz límpida, en que de los rincones indescifrables salen los aromas de las cocinas, resurge en el agua torrencial de mi memoria el rostro de Abelardo Barroso, ya en 1956, causando verdadera sensación con la Orquesta Sensación, y el lento chachachá que marcó con su voz de navaja ronda en mis venas:
Panetelas borrachas y el coco,
majarete con leche y el masarreal.
Sus productos provocan comprarle,
por oírle tan sólo…cantar…
Llegó el panqueleroooo, rico panqué.
Esa extraña impresión, de asociar imágenes y música, vendrá, tal vez, porque Barroso estaba ya, desde 1925, en el aire irreductible de La Habana, cuando atacó el entonces lento y tembloroso son con el Sexteto Habanero. En el paisaje de la ciudad, en los salones ocultos donde se empezó a bailar, a musitar, a tararear el ritmo prohibido, el ritmo mal visto, la música de los marginales que devino alma de un pueblo, estuvo desde el principio del siglo su voz de navaja piadosa, su asombro trémulo, la presencia de sus vidas totales que tendían a repetirse.
Desde entonces, que es como casi decir toda la eternidad de mis vidas múltiples que me emparentan con Barroso, ha estado esa voz recorriendo los mismos senderos que se bifurcan. Y cuando parto de un sitio, cuando le doy la espalda a paisajes y gentes, mi corazón va tarareando dos de sus despedidas, antes de que la angustia de perder la voz le matara y desapareciera su largo rostro de fruta bomba entristecida. Canta mi sangre, canta mi mente, cantan mis pies alejándose en la bruma de todas las memorias:
Ya se va el guajiro, ya se va el guajiro de Cunaguá.
Es como un cruel asombro. Un terrible y espléndido asombro de olores y sonidos. Un estremecimiento parecido al llanto. Un dolor que se agradece.
“Son textos sobre el son, el bolero, la guajira, la rumba, escritos desde el corazón de un poeta que intenta descubrir, en trazos breves y sentidos, la vida, las emociones, el rostro menos visible de un ramillete de hombres y mujeres que han hecho la identidad de un país”.
Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, 1958), fue habitual colaborador de Radio Gladys Palmera en sus inicios desde 1999. De aquella época datan programas fantásticos hechos con su puño y voz, como Memoria de La Habana y Al Tanto.