Brian Eno, primer agente contaminante de la africanía
El incansable artista inglés sigue validando el disco inaugural de la 'world music' electrónica, 'My Life in the Bush of Ghosts' (1981).
Si fuese posible atribuir a la música magnitudes tridimensionales de espacio, la de Brian Eno se extendería en un único plano horizontal, renunciando a la ambición de la verticalidad o la solidez del fondo. Pocas semanas después de su 70º cumpleaños, con decenas de discos marcados por su toque —desprendido es el valor que le define como artista: canta, interpreta, produce, desmembra, subvierte y no exige letras mayúsculas…—, celebramos uno de los momentos más felices y de mayor alcance de la carrera de este taumaturgo: My Life in the Bush of Ghosts, que coeditó en 1981 con su admirador y discípulo David Byrne.
Eno tenía 32 años y su colega 28. Deseaban establecer África como un estado anímico, la maternidad del ritmo, evitando clichés pero arrimándose a las brasas y quemándose. El disco, una obra postprimitiva, dejó atónico al mundo. Todavía duran los efectos.
El alquimista de la música generativa
Si deseáramos abocetar el aporte a la música popular contemporánea del inglés Brian Eno, la forma más ecuánime y realista sería uno de esos diagramas que los profilers policiales pegan en las paredes cuando buscan con neurótica constancia al asesino: hilos de colores que enlazan fotos borrosas (algunas bestiales, otras naíf), chinchetas y alfileres como claves de los trazados de rutas y movimientos, mapas ampliados hasta el estallido de cada píxel, misteriosas fotos sin data, trazos febriles (quizá dibujados en la interminable noche de los rastreadores insomnes…).
En el eje medular del organigrama, ajeno a la abstracción circunvalante y multiplicada, debe aparecer una foto del no-músico que, por cierto, desea ser también pintor. “Si piensas en la música como una forma conmovedora y cambiante, y la pintura como una forma inmóvil, lo que intento hacer es hacer que la música y las pinturas se muevan. Trato de trabajar en el espacio que se abre entre el concepto tradicional de música y el concepto tradicional de pintura“, escribe en el catálogo de Music for Installations, cofre de seis discos que editó este año.
En la encrucijada, que responde al cliché etnográfico del mejor lecho para que todo contacto concluya en germinación, Eno tiene libertad para ser, como suele llamarse, un “no músico“, el gestor de una disciplina desordenada y abierta a la intervención del accidente. Lejos del papel de instrumentista —tiene un oído prodigioso, pero no es un portento técnico de ninguna herramienta musical— se dedica a los “tratamientos”, como describe las modificaciones o intervenciones sobre el sonido.
Su habilidad natural para usar con mera intuición, casi siempre accidental, “el estudio de grabación como una herramienta de composición” (The Studio as a Compositional Tool era el título de una conferencia que Eno pronunció en Nueva York en 1979 y más tarde publicó como ensayo), ha acercado a su fragua a centenares de artistas en busca de un toque final que tiene nombre: enosificación, un despliegue horizontal del sonido para convertirlo en una tela ingrávida vibrando en el espacio exterior, construyendo una realidad amable pero que amenaza en todo momento con el caos y la inestabilidad, porque la música vive en constante mutabilidad entre lo biológico y lo conceptual. “Un loop electrónico de batería puede ser tan emocional como el tocado por un humano”, dice en este vídeo.
En manos de este alquimista, un gurú sin método que prefiere sugerir caminos a indicarlos, han dejado el sonido músicos que, pese a la aparente disparidad, tienen en común dos valores muy infrecuentes en el pop rock banalizado de hoy: inteligencia y valentía. El mundo está poblado de discos enosificados de, entre otros, Depeche Mode, Robert Wyatt, Nico, David Lynch, Kevin Ayers, Harmonia, Genesis, Jon Hassell, Cluster, Harold Budd, Philip Glass, Laurie Anderson, Roberto Carnevale, Devo, Grace Jones, Rachid Taha, Daniel Lanois, Jah Wobble, Ultravox, U2…
Tres menciones de honor merecen algo más de detalle:
Robert Fripp
El no-guitarrista, fundador de King Crimson, que mejor se entiende con Eno. Ambos fueron cómplices en la predicción del ambient, la música de amoblamiento del siglo XX, en No Pussyfooting (1973) y Evening Star (1974), donde la guitarra celestial de Fripp retroalimenta las grabadoras de cinta manejadas por Eno. La idea de la música generativa fue inventada en Discreet Music (1975), el primer disco del alquimista como programador de un sistema capaz de crear piezas aleatorias con escasas variaciones de tempo y forma pero en perpetuo cambio: la música generativa, que requiere una intervención limitada del ejecutante y es a la electrónica el equivalente del punk al rock progresivo. Se trata de buscar un sonido que, lejos de invadir el ambiente, se amolde a él y lo rellene sin agresividad.
David Bowie
Ambos, Eno y el Delgado Duque Blanco de la cocaína y el expresionismo, se apasionaron uno del otro y, quizá por la intensidad de la admiración, las colaboraciones directas se limitaron, ahí queda eso, a los discos que cambiaron el canon del pop rock para siempre jamás: la tantas veces loada Berlin Trilogy de Low, “Heroes” y Lodger, editados entre 1977 y 1979. Precursores del nihilismo punk pero desde una altura poética muy distinta, los álbumes, contienen momentos bendecidos por todo el poder de la gracia panteísta. Eno colaboró desintegrando el glam y el funk de Bowie con un sintetizador portátil AKS que hoy sería apenas un juguete infantil. Aunque ambos se encontrarían de nuevo —en el álbum Outside (1995) y el single I’m Afraid of Americans (1997)— , nunca alcanzaron la mímesis extraplanetaria de “Heroes” con uno de los solos de guitarra más conmovedor de todos los tiempos —tocado por Fripp a la primera toma—.
El coproductor Toni Visconti explica la mezcla de “Heroes”.
Talking Heads
Bautizados, no por casualidad, con un anagrama del título de una pieza de Eno, King’s Lead Hat, el cuarteto neoyorquino de David Byrne —nacido en Escocia— concedió espacio y capacidad de decisión al productor como a un miembro más. Eno ayudó a desarrollar la iconoclástica filosofía arty-funk de David Byrne y dirigió la grabación del gran trío de discos de baile espástico de los años setenta, todos basados en la mortal soledad del aparentemente hiperconectado mundo contemporáneo: More Songs About Building and Food (1978), Fear of Music (1979) y Remain in Light (1980). Durante dos décadas casi solapadas y, en ambos casos con tres discos simultáneos en cada ocasión, Eno hizo trizas el canon musical vigente para desplazarlo de manera instantánea hacia otros territorios. Con Bowie y Fripp desarrolló la electrónica pop para elevar catedrales de hielo y con los Talking Heads experimentó con las esencias africanas.
“Creo que todo lo que hago nace de mi incomprensión hacia África”
Desde My Life in the Bush of Ghosts, buena parte de la obra de Eno ha sido un intento de recrear al menos una porción de la primitiva naturalidad con que fluyen los músicos africanos y del Cercano y Medio Oriente. Aunque sabe que nunca lo conseguirá (“creo que todo lo que hago nace de mi incomprensión hacia África”), ha entregado algunas descargas que no desentonarían en cualquier club de latón y ladrillo de Lagos. Con una salvedad diferencial: Eno ha añadido espacio a la africanía. Sin menoscabo del cuerpo tangible (carne y tambor), ha convertido el trance tribal en una música moderna, no condicionada por lo étnico.
El magnetismo de Byrne se expande cromáticamente en manos de Eno. El disco, de prodigiosa pegada y producción extrema (el mix y el sampling, que daban sus primeros pasos, llevados a categoría de instrumentos solistas), My Life… ha sido copiado, recreado y vuelto a copiar por todos los DJ del planeta.
Es el primer disco de baile de la nueva era —ahora suena ridículo pero entonces decías “étnico” y eras una persona especial— y permanece incólume al tiempo. Su huella es notable, por ejemplo, en el hip-hop de Public Enemy y los experimentos más radicales del noise bailable.
Universalista y adorador de enigmas, Eno y su toque pueblan el mundo. Este tipo tranquilo, de fino sentido del humor, ideología izquierdista y casi ninguna educación musical, es una de las presencias activas más perdurables en la música de los últimos cincuenta años. No es un músico: es un mediador entre el azar y la intuición, entre el alma de la máquina y el espíritu de los hombres. Es el ambient humano, la electrónica educada, el chill out sin marca de fábrica, el gospel de los edificios de cristal, el blues de las gotas de suero que puebla los hospitales, la cadencia melancólica de los aeropuertos, el te deum que por azar cantan los satélites cuando surcan la noche, la sombra de los reptiles escribiendo una canción sobre la arena, el sueño de que todos recemos en la misma mezquita, el exorcismo que nos devuelve la condición de africanos que merecemos, la seductora y cierta posibilidad de que un par de grabadoras jueguen entre sí y contigo…
Cuando la colaboración de Byrne y Eno fue publicada en 1981, hubo reacciones llamativas. La revista Rolling Stone calificó el disco como “una proeza innegable en la edición de cintas y de desconocido ingenio rítmico”. Fue un hito inmediato entre las tropas de la electrónica e influyó en músicos como Public Enemy, Moby y Goldie. La discográfica Nonesuch reeditó el álbum, remezclado, remasterizado y con siete canciones extra, en 2006, a los 25 años del lanzamiento original. Dado que los samplers fueron registrados con licencia abierta, colgaron en una web todos los tracks usados en varias canciones para que los internautas los mezclasen a su gusto.
Los editores destacan que el álbum demuestra el “amor compartido de Byrne y Eno por el pop africano y su particular fascinación por la música de la década de 1970 en África Occidental”. Además de voces encontradas —la cantante siria Samira Tewfik, el predicador radiofónico Paúl Morton, oficiantes de exorcismos sin identificar, el cantante libanés Dunya Yunis e intérpretes de pop egipcio—, el elenco de músicos de estudio incluyó a once ejecutantes, entre ellos Bill Laswell y Chris Frantz, de Talking Heads. Eno está convencido de que la obra será relevante durante muchas décadas: “Es música de collage, como injertar una pieza de una cultura en una pieza de otra y tratar de hacer que funcionen como ideas musicales coherentes que, además, te permiten bailar”.
El título del disco está tomado textualmente del libro Mi vida entre el arbusto de los fantasmas, publicada en 1954 por el nigeriano Amos Tutola (1920-1997). La novela, basada en la cosmogonía de la etnia yoruba, narra las peripecias de un niño perdido en una zona selvática habitada por fantasmas. A Eno le interesaba en especial transmitir el ideario doméstico yoruba y la forma en que la etnia funde cielo e infierno.
Un extracto del libro, no editado en castellano dice: “Todo tipo de serpientes, ciempiés y moscas vivían en cada parte de su cuerpo. Abejas, avispas e incontables mosquitos también volaban a su alrededor y era difícil verlo claramente debido a estas moscas e insectos. Pero inmediatamente este espantoso fantasma entró a casa desde vaya usted a saber dónde y el olor de su cuerpo no dejaba en paz a nadie, porque estaba lleno de excrementos, orina y también mojado con la sangre podrida de todos los animales que mataba para comer. Su boca siempre estaba abierta, su nariz y sus ojos eran muy difíciles de ver porque estaban muy sucios. Su nombre era Fantasma Pestilente y lo que me sorprendió y me dio más miedo fueron los escorpiones vivos que llevaba como anillos en los dedos y las serpientes venenosas que usaba como collares en el cuello… Y el fantasma se abrochó los pantalones de cuero con un larga boa constrictor”.
Universalista, ajeno a todo centralismo dominante, interesado por el carácter inclusivo del habla y el canto, de voz queda, aficionado, como los grandes del bossa brasileño, a la atonalidad —ha editado un disco que saca partido de la desafinación, The Shutov Assembly (1992)—, varios de música para aeropuertos, salas de espera, películas no rodadas, espacios imaginados…, Brian Eno es el más inteligente de los anti-héroes del pop-rock y, según anota el periodista Paul Morley en un ensayo añadido a la reedición de My Life in the Bush of Ghosts, el único cuya música nos invita a poner en duda nuestras ideas preconcebidas o el fanatismo provocado por la industria de la moda y la manipulación cultural. Por ejemplo, propone Morley, si estamos ante un disco de pop, como todos basado en el la unidad básica del loop de batería y bajo, qué pasaría si en el disco de Eno y Byrne tocase Miles Davis, si Stockhausen fuese africano, si las selvas fuesen eléctricas, si dejásemos de considerar obligatoria la música divertida, graciosa, de farra, de karaoke, y la entendiésemos otra vez como sagrada…
Hace apenas unas semanas Eno declaró en su web, mostrando lo absurdo del egocentrismo de las estrellas musicales y la banalización del pop: “Mi visión del futuro es un lugar donde a la gente no le preocupe si algo es arte o no lo es, sino si funciona o no”.
Si en el planeta reside un chamán que domine eso que llamamos con ligereza excesiva música del mundo, solo puede ser Brian Peter George St. John le Baptiste de la Salle Eno. Incapaz de manejarse con pentagramas y normas de ritmo, tono y color al uso, el múltiple no-músico más prolífico de las últimas cuatro décadas, cumplió el 15 de mayo pasado 70 años.
Melancólico, con tendencia a desconfiar de sí mismo, insomne, solitario, temeroso de los aviones y las fotografías, colecciona fósiles, le gusta la radio de onda corta, no sabe conducir, es un ávido lector de libros (de papel), le encanta la pintura de Francis Bacon, ejerce a diario la duda y aborrece los ordenadores porque “hay poco de África en ellos” —lo cual no le impidió realizar la suite musical del sistema operativo Windows 95, con una de cuyas sexis y provocativas microsinfonías (duración máxima: 3,15 segundos) comienza esta playlist—.
La aproximación, por necesidad, no es de la amplitud merecida. Se abre con algunos de los caprichos personales de Eno: desde las músicas seriadas para tranquilizar a bebés de Raymond Scott, al canon de Pachelbel que manipuló para convertirlo en sonido ambiental de espera en los conciertos de su primer grupo, los glam Roxy Music... Aparece también el góspel fogoso de Dorothy Love Coates, la cantante de iglesia que gritaba más que Little Richard.
El eje de la selección es la música del disco capital de Eno, My Life in the Bush of Ghosts, que editó a dúo con David Byrne en 1981. Se trata de una “visión psicodélica de África” con un uso apremiante de samples, mezclas de pinchadiscos de emisoras de radio, predicadores y exorcistas.
Fue un cataclismo que cambió las fuentes de las que bebían los ritmos globales y llevó a las pistas de baile de todo el mundo la convulsión del delirio étnico.