La otra costa del jazz
Luis Daniel Vega, de Festina Lente, nos traza un mapa del nuevo jazz del Pacífico colombiano. Referencias al pasado, por supuesto.
Desde mediados de los años 40, cuando los directores de grandes orquestas tropicales –Pacho Galán, Rufo Garrido, Edmundo Arias, Lucho Bermúdez, entre otros–, forjaron el incipiente temperamento del jazz hecho en Colombia imitando y asimilando algunas músicas de tradición popular cubanas, swing estadounidense y otras locales de la región Caribe, las prácticas sonoras del Pacífico colombiano permanecieron al margen, inexploradas, contempladas románticamente como pintorescas músicas raizales u objetos de museo.
Si bien en 1967 el bonaverense Enrique Urbano Tenorio, Peregoyo, junto al legendario Combo Vacaná, grabó en su primer disco para el sello Fuentes una insólita versión de Caravan, no fue sino hasta bien entrada la década de los 90 que dichas expresiones sonoras –hijas del complejo sincretismo negro, indígena y europeo; del desarraigo campesino y las migraciones forzadas–, hicieron simbiosis con las búsquedas de identidad del jazz nacional. De ello da cuenta Travesía (1996), la grabación debut del saxofonista Antonio Arnedo, quien incluyó su lectura personal de Mi Buenaventura, el emblemático currulao compuesto por Petronio Álvarez.
A partir de aquel registro iniciático, una buena parte del jazz colombiano –entendido como una categoría que atañe a la nacionalidad de sus intérpretes–, ha incorporado sensiblemente las prácticas sonoras del Pacífico colombiano y las ha puesto al servicio de sus mutaciones estilísticas.
Más allá del que podría ser un gesto paternalista, las variopintas manifestaciones que se han asomado en las últimas dos décadas develan síntesis inesperadas –arrebatos de chirimía chocoana que parecen salidos de la Congo Square de Nueva Orleans (Sango Groove, Ricardo Gallo) o de los subterfugios freeseros del Chicago de los años 60 (Pacho Dávila)–, riesgosas anomalías –currulaos abstractos en clave carnática (Juan Sebastián Monsalve), acentuados en finas trasgresiones bogotanas (Jorge Sepúlveda, Primero Mi Tía) o disimulados en ráfagas asimétricas de jazz progresivo (Pixvae)–, y emocionantes folclores nuevos como la ensoñada versión de María Que Iba En El Mar de la cantante Lucía Pulido o Remanso Inicial, un aguabajo conmovedor del guapireño Hugo Candelario.
Dos aclaraciones finales: esta antología, fraccionada en entregas, no da cuenta de las transformaciones históricas de las músicas del Pacífico colombiano. Quienes quieran profundizar en este crucial aspecto, les recomendamos la lectura atenta del libro Músicas y prácticas sonoras en el Pacífico afrocolombiano (Editorial Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2010), particularmente el controvertido artículo De currulaos modernos y otras ollas podridas, de Óscar Hernández. También el texto del álbum recopilatorio Guasá, Conuno y Marimba, del sello Vampisoul, reseñado en esta web; y en otro orden de cosas, las referencias al jazz colombiano del libro Oye Como Va, de José Arteaga (La Esfera de los Libros, Madrid, 2003).
Por otro lado, incluyo el bambuco El Sotareño, en versión de la pianista Carolina Calvache, para resaltar otros referentes geográficos presentes en el mapa sonoro del Pacífico como lo es el caso de la zona andina de los departamentos de Nariño y Cauca: ¡no todo es marimba de chonta y chirimía!
Despejados los posibles equívocos, ahora sí, pónganse cómodos y prepárense para este bunde que ya va a empezar.
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