Mi reino por un picó
Al principio todo era salsa, luego llegaron los champetúos. Así nació la leyenda de esos andamios de sonido llamados picós.
Construidos como amplificadores de sonido a lo grande, para que sonaran más, para que se vieran más, los picós comenzaron a aparecer en la Costa Atlántica colombiana alrededor de los años 40. Por aquel tiempo, Barranquilla, situada en el eje de “Las tres perlas”, comenzó a vivir un desarrollo comercial e industrial particular. Una gran cantidad de radiolas de madera de marcas alemanas y americanas se convirtieron en la moda de los comercios de la ciudad. Las radiolas eran unos muebles que combinaban tocadiscos y aparato de radio, y que la gente, por aquello de que servía para todo, los llamaba pick-ups, igual que una camioneta todo terreno.
Y como suele suceder, junto a las tiendas aparecieron los talleres, y con los talleres, las ideas de innovar, de ponerlo bonito, de darle alegría. Se cuenta que surgió toda una generación de técnicos, que se especializaron en sonido de forma autodidacta, antes de la aparición del Servicio Nacional de Aprendizaje, SENA. Esa generación creó los picós, que fue la palabra adaptada por la jerga popular.
Pero el ensamblaje técnico que tenían por dentro esas radiolas customizadas era aun muy precario. Aún así, don Félix Ruíz fue el promotor e impulsor de los primeros aparatos de sonido que funcionaron “oficialmente” como picós para amenizar bailes poniendo los éxitos bailables de temporada como lo haría cualquier emisora radial, aunque sin las restricciones de estas.
LA BATALLA
Antes de 1955 ya existían y funcionaban con suficiencia los picós que tenían nombre propio: Llevarás la Marca, Bello Amanecer, Divina Ilusión, Vereda Tropical o Al Compás del Reloj, todos con nombres alusivos a éxitos bailables o a famosos boleros que gustaban mucho a sus dueños y creadores. Pero el primer picó en ser construido con una estructura de grandes dimensiones que sería la estándar para todos en los siguientes años, fue El Perro que resonaba asiduamente en Cartagena de Indias.
La potencia y forma de El Perro, con dos tocadiscos y botón de canales, hicieron famoso a su dueño, Jesús María Villalobos, y convirtieron al picó en un objeto popular de difusión musical. Su potencia, como la de los otros se medía por el número de tubos o válvulas que poseía, más que por los vatios mismos.
Pero resultó que un día Villalobos se llevó a El Perro a un baile en Barranquilla, y por aquello de la rivalidad entre ciudades y de lo novedoso de “la criatura”, según lo contaba Heriberto Fiorillo, El Perro “se perrateó” a todos los gramófonos de la ciudad hasta que lo retaron. Así, ya en 1970, y tal y como lo narró Álvaro Ruiz Hernández, el primero de aquellos duelos tuvo como escenario el salón Los Miguelitos del barrio las Nieves y fueron protagonistas El Perro de Cartagena y El Timbalero de Barranquilla, propiedad de Víctor Alemán. En dicho duelo ni siquiera pudo producirse el fallo que señalara el vencedor, porque la competencia terminó en bronca.
Era el tiempo de la salsa, la música del Caribe urbano había desbancado a los sonidos picoteros iniciales de la Billo’s Caracas Boys y la Sonora Matancera, convirtiendo a Richie Ray & Bobby Cruz, a Cortijo y su Combo y a El Gran Combo, en parte de un santoral que comenzó a verse reflejado en los bafles de aquellos aparatos cada vez más grandes.
LA BOCELERÍA
Pintar un picó siempre fue como decorar la carroza para un carnaval: entre más alegorías y colores se le pusieran, más impacto podría tener. Y como dice el artista gráfico William Gutiérrez, esto es puro arte popular, que va en contravía de las convenciones académicas. El tema nace de la idea que tenga su dueño. En sus inicios todo giraba en torno a la música. De allí los picós El Gran Pijuán, en honor al músico puertorriqueño, El Sonero Mayor, homenaje a Ismael Rivera, o El Nuevo Watusi, en alusión a la canción de Ray Barretto.
Pero luego aparecieron otras temáticas: la ciudad de origen, el boxeo, el beisbol, una película, o sencillamente algo que estuviese de moda. Y como en las carrozas, no sólo es un pintor el que interviene, sino un equipo de trabajo, donde cada uno aporta un color, una figura o un símbolo.
Pero lo que se decora es el bafle, que es la cara del picó, lo que la gente ve. La cruz, o sea, la parte de atrás o consola separada del DJ, es el tocadiscos y los elementos eléctricos. Es decir, que en la mayoría de los casos la pintura se hace sobre tela tipo rejilla para altavoces. En algunas ocasiones, se usan barnices si no hay tela, sino rejillas metálicas.
Los grandes maestros pintores picoteros en los años 70 fueron Belimastth (Belisario de la Mata) y Al SanderS (Alexander Lugo), quien firmaba poniendo con pincel su número de teléfono. Años después llegaron los aerógrafos para suplir las brochas y determinar otro tipo de manejos gráficos. Cuando sucedió eso, ya estaban de moda temáticas influenciadas por el narcotráfico.
LA EXPANSIÓN
Barranquilla fue sin duda el centro más importante para el desarrollo de los picós ya que allí se encuentran en mayor número y con mayores niveles de potencia. Pero el barranquillero es viajero y algún picó apareció en Miami, algún otro en Nueva York y unos cuantos en Bogotá. En Turbo, junto al Atrato, camino de Panamá, llegaron a existir varios. Entre ellos, y como se describe en el libro La Salsa (Intermedio, 1990), estaban: El Primoroso Cantar, El Poderoso Donald, El Marinero, El Gran Guacho y El Sonido Bestial. A Cali llegó alguna vez el picó Fania All Stars, pero no tuvo tanto éxito.
Pero la música cambia, los nuevos estilos musicales responden a nuevos estilos de vida, y el picó por varias razones, comenzó a estigmatizarse. Los duelos de picós se convirtieron en pretextos para peleas concertadas y ajustes de cuentas, lo cual alejó a las multitudes de estos escenarios de baile. El picó con toda la salsa que salía de sus parlantes se fue quedando solo. Ante el aparato únicamente bailaban los malandros y buscapleitos.
Desplazado hacia los barrios periféricos, los picós buscaron cobijo en otras ciudades, otros sectores y otros ambientes. Y la que había sido cuna del primer picó de la era moderna, Cartagena, se convirtió en sede de una nueva oleada de aparatos y ritmos. La afluencia turística influyó para este nuevo estatus picotero, pero en especial la creación del Festival de Música del Caribe en 1982, gracias a la iniciativa de Antonio Escobar, Paco de Onis y otros amigos.
En Colombia Caribe, el himno del evento que escribió e interpretó Francisco Zumaqué, se daba buena cuenta de la apertura cartagenera hacia estos ritmos: Jamaica trajo el reggae, Panamá su tamborito, Trinidad nos da el calypso, y la bomba, Puerto Rico. Merengue dominicano, de Cuba, rumba y el son, al beguine de Martinica alegran el corazón.
Pero había más. Folk tradicional, por supuesto: zouk, belé, kompas, punta, soca; pero también subgéneros que surgieron de mezclas como el raggamuffin; y, como no, ritmos bailables que popularizaron entonces Joe Arroyo, Anne Swing, El General, Daiquirí o La Familia André. El Caribe parecía poseído por la nueva sonoridad, y Cartagena especialmente por una que había nacido en su seno, y que en esa especie de showcases callejeros, los DJs de picós la daban a conocer como champeta.
LA TERAPIA
La champeta fue una forma musical urbana que surgió en esa Cartagena no turística y sus alrededores. Su origen afro tiene varias teorías y ensayos, pero su “salida al mar” se dio a través del Festival, de programas como Arriba Caribeño en Radio Piloto, de casas discográficas como Felito Records, y de los picós, como no. Si los DJs eran champetúos, la música que ponían era, por lógica, champeta. Y la salsa fue pasando a un segundo plano.
Lo que ganó renombre fue la música centroafricana. El mbalax senegalés, la rumba congoleña, el palm-wine nigeriano y otros se volvieron recurrentes, apareciendo discos piratas “a punta ‘e pala”. La sonoridad afín permitió juegos y mezclas a esos DJs y la champeta fue ganando puntos. La presencia de la terapia, que pasó de ser la manera como se denominaba en la calle a todos esos ritmos a convertirse en un estilo bailable y cantable, acabó por inclinar la balanza.
Pero con el desarrollo de la champeta picotera apareció otro fenómeno. Así como los equipos de música habían pasado de radiolas a aparatos por módulos (tornamesa, disquetera, amplificador), los picós hicieron lo mismo. A finales de Siglo XX se empezaron a fabricar picós con “sonido multi estéreo”, algunos hasta con 24 bafles que se repartían por todo el escenario. Se les llamó super estéreo laser. De allí a los formatos tipo concierto no había sino un paso y ese dio con la llegada del Siglo XXI. El concepto inicial del picó había cambiado totalmente.
LA MODERNIDAD
El viejo picó es una reliquia, pero esta se mantiene firme como un patrimonio inmaterial de la humanidad. A ello contribuyen las múltiples ofertas artísticas como los mini-picós que fabrica Yamit Lewis, pequeñas obras de arte que suenan tan bien como cualquier equipo. Y desde luego, la presencia visual de bandas como Systema Solar, donde el picó es parte de su coreografía y manejo sonoro.
También está la música, como no. Hace poco el vendedor de vinilos Elber Barraza tasó en diez millones de pesos colombianos (algo así como 2.300 euros) una copia del calypso Don Quaker, canción popularizada por la banda de Bermudas The Talbot Brothers. La canción, se dice, fue una de las primeras en sonar en el mundo de los picós.
Y están los vaciladores musicales. Al menos así se hace llamar Walter Pacheco Plaza aka Monosóniko Champetúo. Artista multi-disciplinario, su espectáculo es un homenaje a la cultura picotera en toda regla. “A través del micrófono lanza ráfagas de rimas que invitan constantemente al despeluque de los cuerpos y con sus dos sintetizadores impregna de rítmicos efectos, cada una de las canciones que se deslizan por la aguja”. Radicado en Bogotá, es un MC & DJ “armado de un par de tornamesas Technics 1200, su teclado Casio SK5, y una extensa bodega musical en vinilo”.
Otro es Carlos Mario Mojica aka Don Alirio, curador, selector, coleccionista radicado en Medellín. “Su selección musical no distingue entre ritmo y géneros. Pretende contar historias que marquen el proceso de globalización de un universo de discos que llegaron a las costas colombianas desde los años 50. Rinde homenaje al barrio, a los bailes populares y a los sistemas de sonido ausentes de pretensiones, donde se profesa devoción a un único elemento: la música”.
Esa es, en el fondo, la vigencia de los picós.