Nilo Menéndez

Desde que escuché su canción más emblemática, mis ojos se han perdido buscando esa mirada vegetal y salvaje, ingenua y triste, que él anunciaba, los ojos de un pasado, “serenos como un lago”, y que he creído ver más de una vez, en los rostros sucesivos del sueño.

Porque Nilo Menéndez habló siempre en pasado, como se habla de una herida que late en la penumbra, cuando la lluvia de la memoria vuelve a hacer el reflejo de aquellos ojos verdes que tal vez soñó como yo, o que tal vez no, y en ellos puso un día su alma, como para salvarse ardiendo en su fuego de esmeraldas profundas.

Cierto que las palabras no eran suyas:

Aquellos ojos verdes,
de mirada serena,
dejaron en mi alma
eterna sed de amar.

Versos que motivó la mirada cargada de promesas de Conchita, hermana de Alfonso Utrera, en aquel frío Nueva York de 1929, donde la inseguridad y la pobreza anunciaban ya una mordida fatal para el mundo.

Fueron tus ojos los que me dieron
el tema dulce de mi canción.

dijo Utrera para olvidar la realidad, y Nilo encontró el fondo de fuego perfecto para que millones de humanos las repitieran luego bajo cualquier noche, o buscaran el brillo de serenidad, entre árbol y tigre, que yo encuentro en las entrañas de lento fulgor de esa canción que vencería el olvido.

La grabaron ese mismo año con el mismo Adolfo poniéndole la voz y el corazón. En los pianos, Nilo Menéndez y ese grande de la emoción que sigue siendo Ernesto Lecuona, que anda siempre en la punta de todo lo nuestro. Era el primer bolero de estremecida factura escrito para piano.

Antonio Machín lo lanzó al mundo en 1931 –siempre Machín, el que tanto olvidamos- con la Orquesta de Antonio María Romeu, y en ello se tomó la atribución de un montuno que le adornó con llamaradas de filigrana caribeña.

Pero Nilo Menéndez siguió tocándolo como lo sintió la vez primera; como se me metió en la carne que me apresa, con la suavidad de una dentellada que parece darme lo imposible, en esos ojos que he vislumbrado o que me alumbran en los dolores de esta vida.

Ninguna de sus otras creaciones llegó a ese punto astral de aquellos ojos que titilan a través de los tiempos.

Había nacido en Matanzas, en 1902, junto al mar del norte que a veces, en tardes de extraña frialdad, tiene esos destellos verdes que entraron a su canción más recordada. Fue más tarde pianista de las orquestas de Aurelio Hernández, Ramón Prende, Aniceto Díaz y Havana Park. En 1924 viajó al Norte, saltando de Nueva York a California, donde musicalizó películas de la Paramount.

Le creíamos perdido, allá en un aire distinto, sin saber que sus otros trinos del alma permanecían en La Habana, cuando en los descoloridos cines de barrio se proyectaban filmes mexicanos como Los hijos mandan, con Arturo de Córdoba y los Hermanos Soler, o en La inmaculada, cuya banda sonora escribiera junto a Alberto Colombo.

En la penumbra de aquel lago sereno que aquellos verdísimos ojos que lanzó, para mi desamparo, en el mundo, fue fundador de la orquesta del catalán más cubano que haya existido nunca: Xavier Cugat, a quién no pocas cosas se le reprochan, y otras se le dejan de agradecer, como que Nilo estuviera a su lado y los norteamericanos sudaran de pena escuchando la versión de Green eyes, pensando que era de ellos.

Lento y casi en la sombra siguió escribiendo otros cantos que no llevaban aquella misteriosa fragancia de los ojos cantados. “Tenía que suceder”, Rumba en la noche”, Perdóname” y “Aunque no pueda vivir sin ti”, son rincones pequeños donde también dejó su temblor, hasta que dijo un real adiós a este mundo, amparado por el lejano sol de California, el 15 de septiembre de 1987.

A mí me basta su primera y definitiva canción.

En el barrio de Grácia, en Barcelona, una noche de extraña llovizna, cuando los perros de la pena me perseguían sin misericordia, se abrió la puerta de un bar, y una voz comenzó a subir por los balcones. Casi me recitaban en el oído aquel conjuro de 1929:

No saben las tristezas
que a mi alma dejaron
aquellos ojos verdes
que ya
nunca besaré.

Nilo Menéndez me acompañó hasta mi puerta. Tal vez no encuentre nunca aquel fulgor que él supo alabar como nadie. En el abismo de mi sueño estaban esperándome. Y luego fue una mañana distinta.

Kabiosiles son retratos emocionales de los músicos de Cuba hechos por el poeta y narrador Ramón Fernández Larrea.

“Son textos sobre el son, el bolero, la guajira, la rumba, escritos desde el corazón de un poeta que intenta descubrir, en trazos breves y sentidos, la vida, las emociones, el rostro menos visible de un ramillete de hombres y mujeres que han hecho la identidad de un país”.

Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, 1958), fue habitual colaborador de Radio Gladys Palmera en sus inicios desde 1999. De aquella época datan programas fantásticos hechos con su puño y voz, como Memoria de La Habana y Al Tanto.

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