Tras esperar Para la espera
Silvio Rodríguez presenta en plataformas digitales su nuevo álbum discográfico.
Son tiempos de incertidumbres e inmovilismos, pero Silvio Rodríguez (San Antonio de los Baños, 1946) estrena disco y sigue convocando multitudes a escrutar el misterio. Añorábamos a este Silvio de guitarra precisa y voz solitaria. La certeza se renovó cuando nos enfrentamos a Para la espera, tras una etapa donde el trovador se ha hecho acompañar por diversos formatos instrumentales, a veces experimentales, en ese afán suyo de búsqueda constante. Para la espera, sin embargo, nos lo devuelve en estado de pureza y casi desnudez. El álbum es Silvio: él mismo y otro también, desde una soledad que podría presentir agobiante, pero que, al parecer, ha sido más liberadora que cualquier otra cosa.
Es Silvio multiplicado: escribió todas las canciones y toca él todos los instrumentos, en acompañamiento frugal, pero certero –percusión, bajo, guitarra acústica, hasta el silbido en esa delicia que es Aunque no quiero, veo que me alejo–; y canta todas las segundas voces. La cubierta del disco es también su diseño, sobre una foto de Daniel Mordzinski. Silvio lo asegura en sus notas: soy yo mismo, tomando apuntes para desarrollar después, pero la rotundidad de lo que se escucha permite no concordar con él. Se trata de un disco coherente, delicado y pensado con el afán de la perfección posible, a lo que contribuye el trabajo de Olimpia Calderón en la grabación y mezclas.
Para la espera es el regalo a la expectativa de cinco años desde su anterior CD Amoríos (2015), y es el primer disco suyo presentado y distribuido únicamente, al menos por ahora, en plataformas digitales: doce canciones cantadas por él y un instrumental a modo de coda. Solo tres no son inéditas: Viene la cosa (2016), interpretada por Silvio y reclamada en muchos de sus trascendentes conciertos por los barrios de La Habana; Jugábamos a Dios (2010), que se escucha mientras pasan los créditos del filme Afinidades, dirigido por Jorge Perugorría y Vladimir Cruz; y Noche sin fin y mar (2017), ofrenda de amor a su amigo Luis Eduardo Aute.
Es Silvio, el mismo de siempre, cantándole a la realidad que le estremece, a lo que le conmueve en un amplio diapasón de sentimientos, enjuiciamientos, conclusiones y sensaciones. Varias líneas discursivas recorren el disco, unas más terrenales e inmediatas, otras como conclusiones, dolorosas, sí, tras un largo y accidentando camino, que no evade la propia circunstancia que le rodea. Y la muerte, que pasa de largo por algunos temas, pero que se ancla en el tributo que Silvio dedica a los amigos que partieron, casi uno tras otro y a quienes va la dedicatoria, creadores, brillantes todos: Tupac Pinilla, Juan Padrón, Luis Eduardo Aute, César López, Luis Sepúlveda, Marcos Mundstock y Óscar Chávez.
El propio orden de los temas y la narrativa que presuponen parece presagiar un recuento, un punto final marcado por ella, por la muerte, pero la idea se desvanece al escuchar cada canción y reinterpretar la urdimbre de tal secuencia: amores persistentes (Aunque no quiero, veo que me alejo), otros entrañables, luminosos y hasta divertidos (Los aliviadores), la expectativa ante una promesa (La adivinanza); el humor cáustico y sabio (Si Lucifer volviera al paraíso), la disección incisiva de la realidad, las amenazas (Viene la cosa), el saldo vital, el tiempo, el devenir, el recuento (Modo frigio, Después de vivir)…
Desde su primer LP Días y flores (1975), la discografía de Silvio Rodríguez exhibe títulos memorables, algunos verdaderos clásicos como Causas y azares (1986), Oh melancolía (1988), o la trilogía Silvio (1992), Rodríguez (1994) y Domínguez (1996), o Descartes (1998), unos a guitarra limpia, otros con disímiles formatos instrumentales, que reafirman el encanto del trovador más allá de la voz y la guitarra, como sus trabajos con el Grupo Afrocuba de Oriente López, con el guitarrista Rey Guerra, Chucho Valdés e Irakere, y Trovarroco. Pero siempre se añora y se desea regresar a este Silvio solitario, original, sarcástico, y a esa guitarra, sonera a veces, barroca o filinesca otras, trovadora siempre.
Hay en Para la espera una idea renacentista, es la obra de un orfebre y su instrumento, pero a la vez se inserta en los nuevos modos de hacer y difundir la música. La implicación de la familia y la gente cercana, en lo que pudiera llamarse el acabado del disco –la escucha valorativa, la comunicación y difusión–, lo convierten en un divertimento a voces. Malva, la hija menor de Silvio, documentó para la familia, con su móvil, parte de la historia de realización, que llegó hasta los días del confinamiento por la pandemia. El hecho que Silvio haya decidido jerarquizarlo como video para uno de los temas del disco, y de que otros amigos haya filmado materiales similares con idénticos fines, demuestra los modos en que Para la espera se inserta, quizás sin proponérselo, en las nuevas formas de hacer y difundir la música a partir del uso de la tecnología y la redes sociales, desacralizando y democratizando el proceso creativo. Estos videos ofrecen una interpretación visual de esos temas y permiten nuevas miradas y percepciones (Noche sin fin y mar, de Gabriel Guerra Bianchini; La adivinanza, de Denise Guerra y Alexei Santiago; Danzón para la espera, de Malva Rodríguez González).
Para la espera toma su nombre de uno de los temas del disco –Danzón para la espera– y unido a la imagen de la portada, resulta una visión inquietante, que apunta a lo prolongado o quizás inútil, por definitiva, de la espera. Los menos avisados creerán ver un paliativo de esperanza en los calcetines rosa. Nosotros, los “silviófilos” sabemos que la esperanza está en su espera, la de Silvio y la que nos propone, que será siempre empecinada y beligerante, creativa y poética, en indetenible movimiento.