Kabiosile: Benny Moré
Yo soy de donde los ojos de aquel mulato vieron cómo encajaba el Escambray en el llano.
Era mi pueblo y era una mañana límpida, contra la sierra azul. Y eran mis cinco años de andar saltando del jardín a los canteros, entre animales y corsarios.
Entonces sonó el teléfono con un timbre distinto,
y yo quedé atrapado en el viento de esa hora, con mi último intento de abordaje en el aire, el corazón casi saliéndome por la boca, y hasta las lagartijas escaparon dejando un polvo demacrado y azul, como la voz de la muerte. Mi padre palideció al levantar el auricular, se hizo pequeño y muy viejo escuchando, y, al colgar el aparato, leí en sus labios, desde lejos, esta frase sombría: -“Se murió el Benny”- y mi madre también detuvo su vendaval en el aire triste de la faena y desapareció de mi vista bajando los ojos, porque ya sabía, como yo también a mis cinco años, que “el Benny” era Benny Moré, Bartolomé Maximiliano, la aguda voz con que se amanecía en mi casa, en mi pueblo, en todas las casas de la isla de Cuba.
Sospecho que entonces comencé, en aquel preciso instante, a alejarme de todo. Crecí teniendo otra idea de la muerte. Porque al morir Benny Moré desde el timbrazo del teléfono, su voz de júbilo salvaje, gangosa, apenada, dulce, seguía saliendo interminable del tocadiscos, en aquel long play de pasta negra que abría la vida de todos. Cómo podía morirse alguien que en ese preciso momento rebotaba contra las paredes de un claro verde, anunciándole a una mujer, que podía tener cualquier rostro:
Te quedarás porque te doy cariño, te quedarás porque te doy amor, te quedarás cuando llegues al nido de mi corazón.
Rara manera que tienen los muertos de anunciar lo terrible y seguir brillando en el aire de la mañana, en un pueblo alejado del mar, para que un niño de cinco años recién cumplidos abandone sus juegos y suba a la azotea, como para estar más pegado al cielo de esa hora, y comience a contar nubes contra la serranía que iba poniéndose también muy seria y muy gris.
Durante mucho tiempo, para mí, los que morían continuaban también cantando o hablando en otro sitio, porque encontraba constantemente a Benny Moré detrás de cada puerta que abría, y si entonces era en aquella casa de mi infancia, como uno más de la familia, se me fue convirtiendo su voz, la imagen luego vista en parpadeantes kinescopios, en el paisaje de mi tierra, natural y espontáneo, que llevo por el mundo con orgullo. Yo soy de donde es Benny Moré, de donde mismo una mañana frágil se montó en un tren desde Santa Isabel de las Lajas querida, y llegó a la polvorienta y bulliciosa gran ciudad de La Habana, con mucha hambre en los ojos, un rubí en la garganta y una destartalada guitarrita. Yo soy de donde los ojos de aquel mulato vieron cómo encajaba el Escambray en el llano, que luego elevó en un canto perfumado, saludando a Las Cuevas, Guayabal y La Guinea.
Siempre me he preguntado qué sentiría “El Bárbaro del Ritmo” en aquel último momento, cuando una sombra le arrancó de la noche del Alí Bar, de los bailables de Guantánamo, de su gentil guapería con (Rolando) Laserie o Joseíto Fernández al darles ventaja en la canción, la ocasión en que risueño, sin ánimo feroz de competencia, les soltó aquella frase inmortal de: -Elige tú, que canto yo-. Qué susto sintió en su ya leve cuerpo destrozado de alcohol y feroz vida. Qué melodía le recorrió los espasmos cuando se le apagó la luz de pronto para subir a un sitio desconocido.
De lo que estoy seguro es que allá arriba, o dónde quiera que esté Benny Moré, llegará a los lugares, tarde y sonriente, le pondrá una mano en el hombro a la muerte o a los ángeles, se quitará la dentadura postiza para cantar más cómodo, como aquella noche escandalosa en el teatro América, y le dirá a sus músicos, a la tribu, al mundo: –No te preocupes, mulato, que esta es una orquesta de relajo- y se girará, para que su bastón atraviese la eternidad cotidiana, sacando gestos de sus bataholas, y estremecerá la mañana nuevamente desde aquel 19 de febrero de 1963, ya sin teléfonos para las malas noticias, y soltará:
la carcajada que termina en punta, que termina en aullido,
para anunciarle a todos, a ella, que es todas y no es la muerte que lo acunó desolada:
no te atrevas a marcharte, porque yo soy capaz de dejarte, sobre la tierra tendida.
Entonces volveré a abrir cualquier puerta, y la voz de Bartolo Moré, el Benny para siempre, inventará el tiempo detenido a mis cinco años, una mañana de mi pueblo. Y dará vueltas incansables el disco de pasta negra. Mi madre sonreirá y no escapará a ninguna parte, y mi padre se pondrá joven de repente, y saldrá haciéndole la segunda al mulato lajero, dispuesto y amplio en el tiempo ya sin tiempo.
Kabiosiles son retratos emocionales de los músicos de Cuba hechos por el poeta y narrador Ramón Fernández Larrea.
“Son textos sobre el son, el bolero, la guajira, la rumba, escritos desde el corazón de un poeta que intenta descubrir, en trazos breves y sentidos, la vida, las emociones, el rostro menos visible de un ramillete de hombres y mujeres que han hecho la identidad de un país”.
Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, 1958), fue habitual colaborador de Radio Gladys Palmera en sus inicios desde 1999. De aquella época datan programas fantásticos hechos con su puño y voz, como Memoria de La Habana y Al Tanto.