Es lindo morir en abril y que me quieran
De como llegó Javier Solís a ser el gran referente del bolero ranchero de todos los tiempos.
Valga primero decir que su nombre de pila no era Javier Solis. Lo habían bautizado como Gabriel Siria Levario, en Nogales. estado de Sonora en 1931. A los nueve años viajó a Ciudad de México para estudiar hasta segundo de bachillerato y ayudarle a su tía Ángela pues sus padres lo abandonaron, aunque en circunstancias diferentes. Su papá porque quiso y su mamá, quien tenía un puesto en el mercado de San Cosme, porque no le daba la vida para poder atenderlo. Así que se lo llevó a su hermano Valentín en el pueblo de Tacubaya, antes de con-urbanarse con la ciudad y convertirse en un suburbio del Distrito Federal.
En Tacubaya desempeñó todo tipo de oficios. Fue carnicero, repartidor, mecánico, panadero, cantinero, y en sus ratos libres jugaba lo que le propusieran: fútbol, béisbol o boxeo, que le encantaba en un tiempo en que México daba pasos de gigante en este deporte con el impulso de los medallistas olímpicos Francisco Cabañas y Fidel Ortiz. Se metió al gimnasio del señor Aranda y combatió varias veces hasta que una casualidad cambió su destino.
Su madre le pidió una tarde que cantara delante de unas vecinas, y él interpretó un tango, El penado catorce, de Agustín Magaldi: “En una celda oscura del presidio lejano, el penado catorce su vida terminó; dicen los compañeros que el pobre presidiario murió haciendo señas y nadie lo entendió”. Y las vecinas de su mamá Ángela acabaron llorando y él se dio cuenta que los micrófonos valían más la pena que los guantes de boxeo.
Ya le gustaba la música, por supuesto, sobre todo la de los grandes artistas que llegaban de Puerto Rico, Cuba, Argentina y Colombia para grabar discos o filmar comedias musicales en la inmensa, rica y mediática Ciudad de México. Pero sus padres adoptivos se separaron, su madre se fue a Cuernavaca, y él vivió un tiempo con su padre adoptivo en la capital hasta que una pelea entre los dos (Valentín era un hombre violento cuando se pasaba de copas), acabó con su huida de casa y el deseo de buscarse la vida por su cuenta y riesgo.
Corrían los años 40 y el espectáculo popular se concentraba en las carpas, teatros ambulantes de toldos y graderías desmontables al estilo de los circos. Las carpas presentaban shows diversos, desde humor hasta baile, pasando, por supuesto, por música y canción de profesionales y amateurs. Las llamaban “El teatro de los pobres”. Y en una de estas, el Teatro-Salón Obrero, comenzó a cantar tangos, que era el género que más lo conmovía y que se le daba mejor que a nadie. Muchas veces cantaba a dúo en Los Jueves de Aficionados con su amigo Salvador Estrada “Chavita”.
Tenía que compaginar la canción con su trabajo de carnicero y eso no era sencillo. Fue en uno de sus viajes a Cuernavaca cuando la emisora de radio XEY abrió un concurso. Chavita y él participaron y ganaron. 15 pesos fueron el detonante de una nueva participación y de actuaciones más habituales en otras emisoras. Tras más de un rifirrafe con el dueño de la carnicería, David Lara, este se dio cuenta que había algo especial en ese chico y le pagó clases de canto.
Su primer maestro de música fue Noé Quintero, un auténtico pulidor de estrellas por cuyas manos había pasado el ídolo de México, Pedro Infante. Pero no se alejó de las carpas, ni de la radio. Siguió ganando concursos variopintos, desde los que daban dinero (15 pesos) hasta los que daban objetos (pares de zapatos). En el Teatro-Salón Obrero un músico llamado Raúl del Mar le puso su primer nombre artístico, Javier Luquín, y su primer apodo: “El genial intérprete de tangos”.
Cantar tango le dio una tesitura especial a su forma de enfrentar una canción. Subía y bajaba marcando muy bien la onda vocal en las palabras finales de cada verso, acudiendo al vibrato con facilidad, y cuidando mucho su dicción. Además, se podía escuchar desde fuera de la carpa porque su voz era muy potente, pero comenzando suave hasta llegar in crescendo a una potencia inusitada. En otras palabras, lo tenía todo para ser el salto hacia un público mayor.
El Salón Escandón, el bar Cuatro Caminos, el restaurante El Sarape, la dificilísima y siempre turística Plaza Garibaldi. A esos y a otros tantos sitios fue al frente de su recién creado Trío México, que no tuvo una vida más larga porque sus compañeros querían cantar boleros y él prefería los tangos.
Pero he ahí que conoció a Enriqueta Valdés. Se enamoraron, ella quedó embarazada y se tuvieron que casar. Y la obligación familiar con tan sólo 20 años de edad lo llevaron a trabajar en un mariachi, el Ameca, que era como entrar en una gran empresa comparado con todo lo que había hecho anteriormente. Y el Ameca lo alternó con el Metepec, y su voz se fue haciendo más popular, aunque esta vez por cuenta de la música ranchera y no por el tango.
Todo sucedió en el Bar Azteca, que su biógrafo Héctor Argente recuerda como “modesto, pero agradable”. El asunto es que al Azteca allá por 1955 iban las grandes figuras. Allí llegó Julio Rodríguez, primera voz y guitarra del archifamoso trío Los Panchos. Prendado por aquella voz potente, le prometió que hablaría con una casa discográfica. Y en efecto, al poco tiempo aparecieron el pianista y compositor Fernando Z. Maldonado (mejor conocido como Fred McDonald), director artístico de Musart; y Felipe Valdés Leal, director artístico de Columbia México, y el cantante acabó haciendo un audición para este último. Tras cantar Qué te importa y Por qué negar firmó con Columbia.
El hecho implicaba “dar pasos de animal grande”, por lo que su amigo Manuel Garay le sugirió cambiar su seudónimo por Javier Solís, que era más fácil de pronunciar y entender que Luquín. A comienzos de 1956 fue contratado definitivamente por la empresa.
El fenómeno Solís
Aunque había empezado en el tango y cambiado a la ranchera, a Javier Solís lo comparaban todos con Pedro Infante. No era de extrañar porque la entonación era parecida y ambos eran barítonos. Además, Solís no trataba de evitar dicha comparación. Admiraba a Infante. De hecho, todo México admiraba a Infante, un auténtico ídolo popular, cuyo papel de Pepe El Toro en la película homónima de Ismael Rodríguez Ruelas, lo había acabado de encumbrar.
Pero en abril de 1957 Pedro Infante muere en un fatídico accidente aéreo. Solís, quien se había puesto a si mismo el reto de grabar valses interpretados por Infante, empezó a verse como su sucesor. Y no era una herencia gratuita. Como se dijo en Gladys Palmera, “en 1949 Pedro Infante grabó la canción Amorcito corazón, de Manuel Esperón. Se trataba del tema central de las exitosas películas de Rodríguez y era necesario sacarlo cuanto antes. Pero había problemas con los músicos que lo acompañarían, debido a cuestiones sindicales; ante lo cual el director Juan Guitrón optó por grabar con su mariachi. Fue la primera vez que algo así ocurrió, por lo que se creó un estilo. Había nacido el bolero ranchero, que tuvo continuidad en las composiciones de Álvaro Carrillo y en el vozarrón de Javier Solís”.
El bolero es un género musical de corte romántico y cuyo creador fue el compositor y músico cubano José Pepé Sánchez en 1883. Pero desde comienzos de siglo XX su popularidad creció, estableciéndose La Habana, San Juan de Puerto Rico y Ciudad de México como las ciudades de mayor desarrollo. Su contacto en estas y otras ciudades con diferentes expresiones musicales hizo que surgieran diferentes estilos: bolero begine, bolero tango, bolero vals, bolero rítmico, bolero son, bolero-chacha, bolero mambo, bolero moruno o bolero ranchero, que fue precisamente este que se cita al ser interpretado por un mariachi y coger elementos tímbricos y énfasis vocal en esta música. La poderosa voz de Javier Solís fue ideal para ello.
Columbia rodeó a Solís de contratos que lo hicieron grabar un disco tras otro, y alternarlo con una carrera cinematográfica que empezó gracias a su representante Blanca Estela Limón y a la película Tres Balas Perdidas (Roberto Rodríguez, 1960) junto a Rosita Quintana. Y de pronto todo lo que cantaba era éxito y su voz se escuchaba desde Buenos Aires hasta Estocolmo, siendo en un abrir y cerrar de ojos uno de los artistas latinos más vendedores. Lo era, sobre todo con temas como Renunciación, cuya letra empezaba diciendo: “No quiero verte llorar. No quiero ver que las penas se metan en tu alma buena, por culpa de mi querer”.
Temas como La mentira, Llorarás, Payaso o El loco ocuparon los primeros lugares de sintonía en todo el continente. La mayoría de su canciones eran boleros con un toque ranchero más adecuado a un mariachi que a un trío. La idea, impuesta años atrás, era entonar las canciones como si se trataran de lamentos, los cuales había que gritar anunciando el despecho o la pena del desamor. Un tema como En mi viejo San Juan fue entonada por Solís de esa manera. Lo mismo sucedió con Sombras nada más, que llegó a vender 145.000 copias en menos de seis meses. En esa misma época rodó 23 comedias y dramas musicales en la época dorada del cine mexicano.
A mediados de abril de 1966, Solís fue internado en la clínica Santa Helena a causa de una afección a la vesícula biliar. No estaba muy preocupado. Parecía una cuestión rutinaria. Incluso, la cirugía para sacarle las piedras salió bien. Las preocupadas eran sus fanáticas que se agolparon en la puerta de la clínica y el martes 19 al amanecer recibieron la noticia: Javier Solís había muerto a las 5:25 de la mañana por un desequilibrio electrolítico, que derivó en afección cardíaca, y decir antes de caer inconsciente: “Es lindo morir en abril y que me quieran”.
Durante años se ha especulado sobre la verdadera causa de su muerte. La versión más extendida fue que en un descuido de su enfermera, tras la operación, comió hielo porque tenía calor y muchísima sed, aunque se lo hubiesen prohibido. Pero hay opta versión: que Solía tenía una peritonitis muy avanzada y que lo que bebió fue agua de limón en lugar de hielo. En cualquier caso la causa oficial fue colesistitis.
México se vistió de luto. Decenas de miles de personas acompañaron el cortejo fúnebre. La aglomeración provocó un caos de tal magnitud que tuvo que intervenir el ejército. La muerte de Solís fue titular que alcanzó página entera, usando un símil de la canción Periódico de Ayer de Tite Curet Alonso.
Tenía tres esposas legítimas y antes de su muerte, las tres se estaban peleando por una herencia que presumían muy grande. En realidad fueron cinco sus matrimonio y nueve sus hijos hijos: Con Enriqueta Valdés tuvo a Ángela, con Albertina Martínez a Angélica, Marco Antonio y Miguel Ángel, con Socorro González a Carmela y Fabiola, con Yolanda Mollinedo a Estela, y con Blanca Estela Sáinz “La gatito” a Gabriel y Gabriela. Al parecer Solís se casaba sin antes divorciarse. “En la calle sería capaz de seguir hasta una escoba con faldas”, dijo alguna vez.
A pesar de las peleas por su herencia, su principal legado fue medio centenar de discos de larga duración que todavía se escuchan y un mar de lágrimas que todavía no acaba de secarse. Frente a su tumba en El Panteón Jardín de Ciudad de México, nunca faltan docenas de ramos que sus admiradores llevan continuamente, a los que él parece responder con la letra del disco que siempre le cantan: “Si Dios me quita la vida antes que a ti, le voy a pedir ser el ángel que cuide tus pasos”. Y según se dice en las charlas de cantina, Javier Solís sigue vivo, paseando su alma por la historia de la canción.
Postdata: una escena de Yo y Tu*
Era el viernes 24 de septiembre de 1965. Miles de personas en Colombia acudieron donde sus parientes y amigos, los que tenían televisión, para ver su programa favorito. Yo y Tú se emitía esa noche con una gran propaganda a su alrededor. El especial duró 45 minutos, excediendo su habitual horario. No era para menos. Todos querían ver al mexicano, que apareció de pronto con un mariachi. Al verlo, Ceferino Monarca. marido de doña Alicita, exclamó con su típico humor paisa: “¡Eh Ave María por Dios!, Javier Solís en pura persona. Soy su más entusiasta admirador y el esposo de esta loca”.
Como Jaime Monsalve, quien interpretaba. al personaje. muchísimos colombianos adoraban a Javier Solís. Desde la muerte de Pedro Infante en 1957, Solís había ocupado el sitio más alto en la canción popular. Por su voz y por su imagen, Solís fue ídolo indiscutido que Llegó a provocar riñas callejeras y discusiones conyugales. Las mujeres más recatadas decían: “su voz es divina”. Las más atrevidas, “el es divino”. Los hombres celosos se referían a él como a un cantante feo, bajito y poco amable.
Cuando Solís vino a Colombia se paseó por varios escenarios con mucha frialdad en las presentaciones, pero con mucho calor en cada verso de sus canciones. Todas, absolutamente todas. de corte romántico, casi arrabalero, lo que cautivaba aun más a su corte de admiradores que fueron miles, millones, y lo siguen siendo.
- Escrito por el autor de esta nota en el diario El Espectador en septiembre de 1990.