Un gourmet musical Parte I
Una entrevista inédita con Humberto Corredor, pionero del coleccionismo de música latina y productor de las grandes estrellas de la salsa.
Sabía más bien poco de él, pero lo suficiente como para querer escuchar todo lo que quisiera contarme: sabía que había nacido en Cali y a los veinte años se había instalado en Nueva York y que su colección musical era una cosa alegremente escandalosa, con un poco más de 40.000 discos. Sabía que su historia en la música era peculiar: había administrado clubes nocturnos, descubierto artistas, fundado sellos discográficos, producido discos con nombres famosos como La Sonora Matancera y Mario Bauzá. Sabía que había vivido la salsa en toda su evolución y descenso y sospechaba que él mismo era parte importante de su historia. Sabía que era profundamente admirado y también —algunas veces— profundamente repudiado por los músicos. No sabía entonces que sobre todas las cosas, adoraba comer bien.
Nos encontramos por primera vez una tarde de agosto del 2012, en Nueva York. Lo primero que pensé cuando lo vi fue que no parecía ese hombre cruel y medio desalmado que algunos músicos me habían descrito. Tenía un semblante alegre y tranquilo, la mirada feliz de alguien con carisma. Pocos pelos. 64 años. Dientes amarillos y chuecos. Un bigote negro azabache y voluptuoso que sólo le agrandaba lo que al comienzo me pareció un exceso de dulzura. Su nombre era Humberto Corredor y después de aquel encuentro volveríamos a vernos dos veces. Entonces no creí que lo que me contaba me lo contaba porque sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida y quizás sólo unos años después aprecié mejor su a veces descarnada honestidad. Humberto quería contar sus historias. Yo escucharlas.
El martes 15 de abril del 2014, a causa de una cirrosis, Humberto falleció. Cuatro días después fue su velorio y muchísimos músicos llegaron al encuentro. Como es tradición entre los salseros neoyorquinos que cuando un músico o alguien de la música muere, al sermón religioso de la despedida le suman una especie de conciertopero sin previa planeación, en esta ocasión estuvieron Henry Fiol, Héctor Bomberito Zarzuela, Gilberto El Pulpo Colón, Eddie Zervigón, José Mangual Jr., Papo Pepín, Jorge Maldonado, Orlando Marín, entre otros. En la grabación del encuentro que el videógrafo Richie Briñez registró en su cámara, vi un cuarto de la funeraria Thomas M. Quinn & Sons atiborrado de objetos con el logo del Deportivo Cali, vi a su sobrino, Jorge Corredor, interpretando el tema de La Sonora Matancera favorito de Humberto: En la orilla del mar; oí una música sabrosa que me llevó a pensar que para ver buena salsa en Nueva York hace falta que se muera un músico, y que haya un velorio.
Humberto quería que su colección musical fuera administrada por un museo en Cali específicamente creado para contenerla. Su familia no estuvo de acuerdo. Y la administración de Cali tampoco hizo mucho al respecto. Con el tiempo la mayor parte de ella pasó de ese sótano de su casa en Queens, donde me estuvo contando estas historias, a ser parte de Colección Gladys Palmera, donde se preserva su legado.
Nueva York. Año 2012
El sótano es gigante y su iluminación excesiva. Me toma unos segundos poder abrir bien los ojos. Las paredes blancas están casi todas cubiertas de afiches y fotografías: Humberto con Celia Cruz, Humberto con Héctor Lavoe, Humberto con Tito Puente, Humberto con su familia. Las colecciones son mucho más variadas de lo que imaginé: hay discos de 78, 45 y 33 revoluciones, fonógrafos de cilindro, miles de cassettes y de CDs, por lo menos diez distintos tipos de parlantes y otros diez distintos tipos de brandy y de cognac. La colección de los intocables, le llama Humberto a esta última. También hay dos banderas extendidas: una de Colombia y otra del Deportivo Cali. Y varios instrumentos -algunos con logos del Deportivo Cali-: congas, maracas, claves, panderetas, una guitarra y un contrabajo de madera brillante que, me confiesa, lo compró solo pa´poderlo mirar.
Humberto Corredor: Mis hijos a veces hacen fiestas aquí.
Marcela Joya: ¿Los previenes mucho sobre el cuidado de los discos?
HC: Ya no. Ellos ya saben cuáles son los que definitivamente no pueden tocar, que son pocos. Y también les he enseñado a cuidar los equipos. Aunque ellos tienen esos aparatos modernos y no usan mucho los míos. Así que está bien, con tal y tampoco se me metan con la colección de “los intocables” (risas).
MJ: ¿Dejas que tus discos salgan de aquí con quien te promete traerlos de vuelta?
HC: Rara vez. Tengo algunos discos muy valiosos que además cuestan una fortuna, como algunos de la Sonora Matancera. He vendido varios a unas 5.000 libras esterlinas. A veces los amigos o conocidos descubren que tengo joyas de mucho calibre y me piden que les permita grabar la música. Yo lo pienso mucho, sobre todo por el uso que ellos le van a dar a esa música. Mirá, algunos sólo quieren hacer dinero fácil valiéndose de mis rarezas. Entonces cuando les doy un disco, sea prestado o vendido, lo primero que les advierto es que tengan cuidado de que no vaya a caer en malas manos.
MJ: ¿Y cuáles son esas “malas manos”?
HC: Pues las de los piratas. Mirá, le vendí la primera grabación de Lavoe a un amigo, la que hizo con la orquesta La New Yorker cuando todavía lo llamaban Héctor Pérez, y a los pocos meses ya estaba el disco por ahí, pirateado y feo, en las calles de Cali.
MJ: ¿Y no fue bueno que la grabación llegó por fin a conocerse?
HC: No. Es que no la aprecian. La ven como algo raro y ya, además con un caparazón horroroso. Cuando los discos se vuelven tan excesivamente accesibles se desvalorizan.
MJ: No por eso dejan de ser magníficos si lo han sido, digo…
HC: Magnífica sigue siendo la música, pero ya no el disco. ¿Me entendés?
MJ: ¿Lo que era una joya empieza a ser ordinario?
HC: Sí y es injusto. Es como si decidiéramos que al guacamole se le pone caviar y el caviar se consigue malo y barato, entonces salir a comer caviar con la noviecita ya no tiene la misma gracia, oís.
Nueva York. Año 1968
MJ: Hablemos de tu llegada a Nueva York, ¿por qué vienes y por qué te quedas?
HC: A ver… llegué a la ciudad el día 7 de junio de 1968, después de un paso rápido y mal afortunado por Venezuela, a donde fui a estudiar veterinaria y no estudié ni miércoles (risas). Allá me cogió la PTJ y como no tenía ni visa de estudiante ni de nada, me encarcelaron por 33 días. Volví a Colombia, pero a Barranquilla y me fasciné con la música vallenata. Luego fui a Cali y aunque estaba muy feliz con la vida bohemia de la ciudad, mi hermano ya vivía en Nueva York y me propuso que me viniera. Me habló muy bien de la cultura musical de la ciudad y me dijo que aquí podía llegar a estudiar y a hacer negocios. Yo quería hacer negocios.
MJ: ¿Ya tenías pensado lo de los negocios en la música?
HC: No exactamente. Cuando llegué me conseguí un trabajito como archivador en una compañía que hacía libros. Y saqué rápido los papeles, lo cual fue una gran fortuna. Así empecé a guardarme un dinerito.
MJ: ¿Cómo es que empezaste entonces a coleccionar música? ¿Y para qué?
HC: Mirá, un día que iba de vuelta a casa me quedé caminando por Times Square y entonces vi una discotienda de música latina llamada Record Mart, que me parece que todavía existe. Pues ahí estaba sonando un disco como de compilaciones que se llama Land of People, y ese fue el primero que compré. Me quedé fascinado y me puse a curiosear. Encontré discos del Trío Matamoros, de Daniel Santos, de La Sonora Matancera y en fin. Todos los discos costaban 99 centavos que para mí era un precio buenísimo. Podía comprar cinco o seis elepés a la semana. Y así fue como comencé, por fascinación. Compré entonces los primeros, pero como no tenía un tocadiscos me fui a buscar uno a una tiendita de música en Union Square. El dueño me mostró un equipo finísimo que costaba 99 dólares. Me preguntó si yo tenía un trabajo y que cuánto ganaba a la semana. Le dije que ganaba 65 dólares semanales y entonces me pidió mi número de seguridad social. Luego dijo que podía llevármelo y quizás porque se enterneció dejó que se lo pagara en cuotas de cinco dólares a la semana. Ese momento en que el viejo me puso en las manos mi primer tocadiscos lo recuerdo como uno de los más felices de mi vida.
MJ: ¿Qué tipo de música empezaste a comprar?
HC: Pues la música que estaba saliendo y que hoy se conoce como salsa. Cosas como las que hacía el niño Willie Colón junto con ese otro niño (señala una fotografía con la boca como si fuera a tirar un beso a la pared), nada más ni nada menos que el Héctor Pérez. Mi gran amigo.
MJ: Cuéntame cómo era ese Héctor Lavoe íntimo que conociste.
HC: Pues… mirá, Héctor era un muchachito ingenuo cuando llegó a la ciudad. Tímido y nada parecido al de gafas oscuras que todos ven en las fotos. Era muy inseguro y yo lo conocí en ese momento. Seguro fue por esa timidez por lo que empezó a meter tanta cosa. Yo me lo encontré varias veces tirado en las calles y en muchas ocasiones me lo llevé arrastrado a mi casa. Entonces me metía en un problemonón con mi mamá porque a ella no le gustaba tener a Héctor en casa. Decía que además de oler feo, se robaba las cosas. A mí no me consta que robaba, pero a veces sí olía bien fétido el pobre. Ay… No era mujeriego, ve, como algunos piensan. No. Las mujeres se morían por él, pero él no se moría por las mujeres. Sólo por la coca. Y mirá que el Héctor me hizo uno de los peores fiascos. Un día me llegó al Abuelo Pachanguero (un club de Humberto), pasado pasado, sin poder hablar. Todos lo estábamos esperando y yo ya había vendido como 2.500 dólares en entradas. Entonces aparece el güevón en ese estado y lo único que medio se le entiende es que necesita un té con limón. ¿Un té con limón?, le digo. “Ja, si lo que yo te voy a dar es guillotina, oís”. Entonces Milton Cardona, que estaba listo pa’ tocar esa noche es quien me dice que ya ha visto a Héctor así y que es probable que se encienda más tarde. Pero la gente estaba desesperada y ante la presión tuve que pedirle a José Mangual, quien se sabía el repertorio de Héctor, que se subiera a cantar. Al ratito de que Mangual empezó, Héctor se me acerca y me dice: “Humbertito, ya puedo, ahora sí puedo hacerlo”. Yo lo veía igual de mal, pero dejé que subiera a la tarima. Así que salió, y eran las cinco y no paraba de cantar y a las seis todo el mundo estaba loco por él y se le acercaban y le besaban las manos. A las siete de la mañana Héctor viene y me dice: ¿te gustó verdad? Y yo le digo: “No te maté porque te quiero pero estaba a punto de quitarte el pescuezo”.
MJ: Ya que has mencionado al Abuelo Pachanguero, cuéntame cómo es que te metiste en el negocio de los bares, ¿sucedió antes o después de que te volvieras productor?
HC: Pues las dos cosas se dieron casi a la vez. Para comienzos de los años 70 ya la Fania estaba grabando y además se hacían los famosos bailes del hotel Saint George, en Brooklyn. Yo vivía en Queens rodeado de colombianos y especialmente de caleños y muchos de ellos eran los más frecuentes asistentes de esas fiestas. Así que empecé a darme cuenta de que estas fiestas eran un éxitazo, como lo eran las matinés. Tú pagabas cinco pesos y veías a tres orquestas en una misma noche. ¡Y qué tremendos orquestones! Esto me dio inspiración para proyectarme a hacer algo parecido y por eso también empecé a sumergirme en la intimidad de la farándula. A hacerme amigo de los músicos, ya sabés. Pasé de ser un espectador más a ser un amigo y cómplice. Les compraba sus discos y si podía se los distribuía también. Empecé a visitar la Casa Alegre, en el Bronx, que puedo dar fe de que fue definitivamente la madre de los fiestones. De ahí salieron unas treinta orquestas buenísimas. Tú llegabas a las dos de la tarde. Había tres orquestas y una era siempre de merengue, por eso también conocí el merengue y empecé a aprender más de música. Además me fui dando cuenta a dónde iban los músicos y, como decimos popularmente: tanto va el bobo al pueblo hasta que lo nombran alcalde. Pues me di cuenta de que en Queens hacía falta un lugar para bailar. Por los años 70 sólo había uno que se llamaba el Aminal. Lo alquilaban los colombianos para hacer bailes, pero como no tenía suficiente presupuesto no podían llevar orquestas grandes. Por allá por 1973 yo ya me había familiarizado muy bien con la movida de la música. Había comprado muchos discos. Había leído sobre música. De modo que decidí alquilar este club para hacer bailes diferentes. Pagaba cincuenta pesos y el sitio entero era mío. Llevaba un conteiner (sic) con discos y ellos me prestaban el equipo con los spilkers (sic). Yo invitaba a todos mis conocidos, a los amigos caleños y sus amigos y a toda la gente que había conocido en la rumba. Y como a los caleños les encanta tanto bailar, mi “Baile de los negros” fue la sensación de las sensaciones.
MJ: ¿De los negros?
HC: De los negritos, mija, los únicos y los mejores: los elepés.
MJ: ¿Así fue como abriste tu primer club?
HC: Sí. Al primer club que tuve le llamé La Flauta. Yo cobraba tres pesos por la entrada, vendía la cerveza a peso y no más con eso ya tenía muchísima ganancia. Muchísimas, mija. Además a la gente le encantaba la música. Organicé una colonia de caleños que venían de New Jersey y de Connecticut a bailar con los negritos. Cuando me vine a dar cuenta había hecho más de trece mil dólares en menos de tres meses. Entonces fue cuando me retiré definitivamente de la compañía de libros, habiendo ya llegado a ser el vicepresidente, ¡Imagináte! Decidí dedicarme de lleno a la música y montar mi propio negocio.
MJ: ¿Dirías que por adoración a la música?
HC: Sí, sí, y a los negocios, mija. Pero yo era muy joven y por eso me descaché un poquito con los asuntos de plata. Además, vino el problemita: me llené de mujeres y de hijos (risas). En las noches que no estaba en mi club salía a bailar. Iba mucho al Bronx Casino, al Casablanca, al Casino de la 14, al Palladium, a la Conga, al Copacabana. Y toda la gente que frecuentaba los mismos sitios se fue volviendo amiga. Empezaron entonces a salir grupitos como Saoco, como el de Wayne Gorbea, o el de Ray Ramos, y esos pequeños grupos cobraban un promedio de 300 a 500 pesos por la presentación. De modo que en la puerta se recogía el dinero para pagar a los grupos y entonces todo lo que quedaba de las ventas del licor era ganancia neta. Algunas noches hice hasta 18.000 dólares. Era una locura. Imagínate ganar todo ese dinero a comienzos de los años 70.
MJ: ¿Y qué fue lo más difícil cuando empezaste?
HC: ¡Huy!… conseguir una licencia de alcohol. Eso era un verdadero tormento. Sólo la tenían los ricos, porque además de ser costosísima te ponían mucho pereque.
MJ: ¿Y cómo la conseguiste?
HC: Pues resulta que el sitio que me gustó para montar mi negocio era un restaurante italiano, en Queens, por Sunnyside. Supe que lo estaban rentando porque el dueño ya no quería invertir más en él. Entonces hablé con el dueño, que era mister Henry Vialot, un hombre muy rico que manejaba los derechos de la Chevrolet en Nueva York. En ese momento yo no tenía idea quién era él. Sólo estaba fascinado con el sitio, que tenía un caché, mija, espeluznante. Estaba todo alfombrado, las mesas eran de madera fina, había vitrales, los techos eran altísimos, en fin. Le hablé al mister y le conté mi idea. Este hombre me pidió 1.000 dólares para rentar el local. Yo fui y saqué licencia de cerveza y vinos, que era barata a comparación de la otra, y además fácil. Le conté al mister las dificultades que tenía para sacar la licencia de licores fuertes y entonces él dijo que yo le había caído bien y prometió ayudarme. Pa’ decirte la verdad, era un mafioso multimillonario. En ese restaurante se reunían mafiosos todos los lunes y querían seguir en esas. Por eso mi propuesta le quedó sonando tanto al mister, le caía apenitas de fachada. Luego de la nada tuvieron que huir. No supe bien por qué, pero ya imaginarás. Al poco rato de haber empezado los bailes en el local, el mister me llamó un día y me dijo que uno de sus hijos quería hacer una gran fiesta. Yo aproveché: le prometí que le llevaba a Tito Puente y con eso el viejo se me fue enloqueciendo, oís… En ese entonces Puente ya costaba caro, pero ya éramos amigos y era todavía pagable. Así que me arriesgué, le cumplí al viejo y como habíamos pactado que entonces él me ayudaría a sacar la otra licencia, así lo hizo. En menos de un mes tuve el papel en mi mano. Así funcionaban las cosas, mija, y así fue como empecé a despegar. ¿Quién lo diría, ah? ¡Por Tito Puente y el mafioso!
MJ: ¿Y cómo fue que conociste a Puente? Cuéntame de esa amistad.
HC: Lo conocí en las fiestas del Hotel Saint George y desde entonces siempre me sorprendía con sus cosas. Y yo a ratos a él con las tremendas coca-colas que le conseguía (risas). Tito era un buen músico, pero antes que nada un buenísimo empresario. Aunque a veces se pegaba tremendas descachadas, que oh my God… ¿Querés escuchar una de esas?
MJ: A ver…
(Humberto escarba en una repisa esquinera con LPs)
HC: Yo estas cosas las conservo en un reducido espacio al que llamo el universo del mal gusto. Porque hay cosas que para mí pueden estar horrorosas, pero a lo mejor otro les encuentre valor y algún día esta colección va a ser para la gente.
MJ: ¿Para cuál gente? ¿La piensas donar?
HC: Para los caleños, cuando me muera… Mirá, lo encontré. (El LP se titula Tito Puente presents: Millie P. Humberto pone el primer tema del lado A: Y voy a ser feliz. Y escuchamos salsa rosa de los años 90). La Millie era prima de Puente. Muy mala cantante, aunque no tan mala timbalera. Pero imagináte, el disco fue producido nada más ni nada menos que por Sergio George, un tremendo y los arreglos también quedaron muy buenos. El problema era la Millie con esa voz de víctima desesperada y más desentonada que Shakira.
MJ: No la conocía. Debe ser que Puente la grabó porque era su prima.
HC: Pues mirá que la grabación ganó un disco de oro por ventas y hasta lo nominaron pa’ los Grammy. ¿Cómo? Pues porque así de mal funcionan esas cosas y aquí está la prueba. ¿Escuchás eso? ¡Qué malo, pero qué malo!
MJ: Así que Puente sí visualizó el alcance comercial de la cosa…
HC: ¡No, qué va! Lo que pasa es que la Millie era la prima que le hacía favores y le guardaba sus secretitos (risas). Era lesbiana y lo llevaba a sus fiestas. Organizaba unos fiestones y le cubría la espalda, ¿entendés? Y pues así, favor con favor se paga (risas).
MJ: ¿Lo alcanzaste a presentar varias veces en tus clubes?
HC: No muchas. Creo que sólo aquella. Después se volvió muy caro el hombre.
MJ: ¿Los músicos llegaban a pedirte trabajo o tú los buscabas a ellos?
HC: A La Flauta llegaban muchos músicos a ofrecer su trabajo. Y cuando empecé a grabarlos, me caían como las moscas. Algunos ya estaban firmados, bien sea con Fania o con Columbia. Pero los músicos que no estaban grabados eran más fáciles. Me proponían: “Usted paga el estudio y me paga y sáquelo”. Y así empecé. Al primero que grabé, con Stinson, fue a Charlie Rodríguez. El disco se llamó Teresa va a bailar. Nada que fuera muy popular, pero a mí me gustó mucho.
MJ: Tengo entendido que antes que empezaras a grabar con tus sellos hiciste un trabajo importante para La Sonora Matancera y produjiste algunos de sus discos. Cuéntame de esto y de tu amistad con Celia Cruz.
HC: Tengo mucha historia con La Sonora, sí. Pero eso de que produje muchos de sus discos tiene más de mito que de verdad. O es que tal vez en algún momento dije eso y no me expliqué. Ahora dame un momentito, que como no se puede cognac, toca buscar líquido sagrado. (Para ir a la cocina, Humberto sube las escaleras del sótano como un gato, apoyando las palmas de las manos en los escalones más altos y desplazándose en las puntas de los pies. Tarda unos minutos. Regresa con la camisa mojada y las manos vacías). ¿Y entonces? Te decía: La Sonora representa mucho para mí. (Busca el disco de homenaje por los 50 años de La Sonora Matancera). Este fue un disco doble que vino acompañado por una pequeña crónica que yo escribí. Un productor de la Seeco, David Lash, me contrató para hacer este trabajo. Consistía en acompañar a los músicos por varias giras, entrevistarlos y recopilar toda la historia que no estaba escrita. Creo que la única manera de encontrar las verdaderas historias de la música es hablando con los músicos, pero ese siempre ha sido un trabajo que hacen muy pocos o que pocos hacen bien. Tampoco es que los músicos le dicen las cosas que sí son a cualquiera. Te lo digo yo que los conozco bien, son tan pero tan mentirosos que terminan creyéndose sus propias mentiras. Yo tuve que averiguar que había pasado con La Sonora desde que empezaron, en 1949, como hasta 1962. ¡No alcanzas a imaginar el número de cantantes maravillosos que pasaron por ahí y de los que nadie tenía idea! Sidney Siegel, el dueño de la Seeco, hizo miles y miles de dólares con este disco. Luego me invitó a su casa y me dio un cheque con 250 dólares. ¿Te imaginás? ¡Nada! Y mirá que el Siegel hizo esto sólo por la plata, porque Celia no le gustaba, le caía gorda. Era un racista que daba miedo. Pero como le fue tan bien con ese disco, quiso hacer más y entonces volvió a buscarme. Ahí sí que me avispé y le pedí 5.000 dólares por adelantado. Entonces el judío se timbró. Pero finalmente aceptó e hice otro volumen más. Haciendo esta investigación fue que me encontré un sello de música autóctona, un label de un ruso, que había grabado jazz, a Carlos Montoya y otras cosas muy buenas. Pero lo más importante es que era el propietario de 60 grabaciones de La Sonora. El sello se llamaba Stinson. El ruso había mandado a los hijos a Cuba para que manejaran el negocio y los hijos estuvieron de acuerdo en venderme los derechos de esas grabaciones por una suma de dinero que estaba bien. Ahora que lo pienso me digo: ¡Ay mama, si esos tipos se hubiesen imaginado lo que tenían en las manos! Pero como no se lo imaginaron, pues mejor pa’ mí. En 1976 me apropié de este sello, que aunque existía, no estaba antes registrado. Y por eso sigo teniendo los derechos de todas esas joyas; y sí, de la misma experiencia vino mi amistad con Celia, que al comienzo no estuvo muy contenta con mi presencia, pero como por meses tuvo que ver mi cara hasta en la sopa, pues al final terminó hasta de madrina de mi hijo Tino.
MJ: ¿Y qué pasó con tu club?
HC: Tuve que cerrarlo porque el mister Viala decidió volver a tomar las riendas del sitio. Sin embargo, como ya me debía bastantes favorcitos de aquellos pues siguió ayudándome mucho. Era un hombre con mucho poder. Para entonces la única librería del barrio donde yo vivía, en Sunnyside, cerró. Mister Viala me contactó con el judío que era el dueño de este local y finalmente conseguí arrendarlo muy barato. Desbaraté el local, puse tapetes, espejos, mesas de mármol, un escenario inmenso. Y ahí sí que empecé a llevar a los grandes. A Celia Cruz, a Johnny Pacheco, a El Gran Combo. También porque ya tenía dinero con que pagarles. El nuevo sitio se llamó El Abuelo Pachanguero. Los viernes presentaba orquestas y cobraba la entrada. Los sábados sólo tenía a los negritos rodando y también cobraba la entrada. Y con esos dos días era más que suficiente. Yo me daba el lujo de abrir los domingos sólo si el lunes era festivo. Las celebraciones de fin de año me volvían loco y me dejaban unas ganancias alucinantes. Ahora es que veo eso más claro. Hice mucha plata. Eso sí, yo pagaba mis impuestos, pero con cierta comodidad. Ya sabés, tenía un buen padrino y por eso no me molestaban mucho.
MJ: ¿Y en qué invertiste todo ese dinero?
HC: ¡Ay mija!, en vivir la vida como la entendía entonces, en la pasión y el derroche.
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LA PRÓXIMA SEMANA, SEGUNDA PARTE: LA PRODUCCIÓN DE DISCOS, CAIMÁN RECORDS, COBO MUSIC, GRABACIONES Y ANÉCDOTAS CON MÚSICOS.
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Excelente reseña sobre la historia de ese gran coleccionista Humberto Corredor, felicitaciones