Fabio Ortiz

Vicenç Solsona, profesor del Taller de Musics de Barcelona, guitarrista de numerosos grupos mediterráneos de jazz, productor de orquestas como La Sucursal y acompañante habitual del baladista castellano-manchego José Luis Perales, era un gran defensor de la timba. Según Solsona la timba ofrecía un refuerzo al uso habitual de la campana, y la percusión en general, en el son cubano; y esa intención tonal quedaba demostrada en la manera como se ejecutaba el bajo: en el son ejecuta los acordes fundamentales para el sostenimiento de la clave, y en la timba trabaja al mismo al nivel que la percusión.

Durante mucho tiempo intenté rebatir la tesis de Solsona (no me fiaba de su rechazo a la salsa cantada en inglés de Yambú y Bad Street Boys), pero era evidente que tenía razón. La timba era un estilo llamativo para los músicos porque permite romper el proceso evolutivo de la canción y empezar, digamos, por los coros si se quiere. Eso en escena impacta y por ello, alguna vez observando a NG La Banda en el Salón Rosado de La Tropical la gente se desgañitaba poseída por unos coros y un compás rítmico que no paraba nunca.

Pero de la misma manera en que provoca ese frenesí bailable, también desemboca en cansancio. La fórmula es agotadora porque la mayoría de músicos abusan de este aspecto y se olvidan de la gama de opciones que podría ofrecer si se trabajase en otros instantes de la creación. Es como el cocinero que utiliza mucho ajo porque, supuestamente, este potencia el sabor de las comidas. Al final te repite.

La timba no es un ritmo. Es, insisto, un estilo porque no posee un patrón rítmico propio. Su gama de opciones se basa en la elongación de los compases, en la profundidad de los acentos y en los permanentes impulsos que ofrecen las secciones de metales de las orquestas. No hay mucha creatividad en sus letras, valga la verdad, lo que no habla en favor de la timba cubana. Y mucho menos habla bien esa sensación de estar ante una creación musical forzosamente politizada, pues es vox populi que el nombre de timba nació para que la nueva música cubana no fuese llamada “salsa” cubana, término “fruto del imperialismo comercial yankee que se apropió de nuestro glorioso son”.

Pero bueno, dejemos a un lado la disquisición sobre término y estilo y viajemos hasta Pasto, en los Andes colombianos, en las antípodas del Salón Rosado de La Tropical.

Su nombre es Fabio Andrés Ortiz Rivera, pastuso, hijo de tumaqueños y niño común y corriente hasta que un día descubrió la magia del tambor y obligó a su padre a que le comprara unos bongoes en el almacén Clave Musical. A partir de allí el chico se transformó en niño genio y don Fabio y doña Ruby no tuvieron más remedio que inscribirlo en la Facultad de Artes de la Universidad del Cauca para que estudiara música.

Pero a mediados de marzo de 2007 un paro académico en la universidad lo obligó a cambiar de rumbo. Su nuevo destino fue San Juan de Puerto Rico, o mejor Río Piedras, donde funciona el Departamento de Música Popular de la Universidad Interamericana, dirigido por Miguel Cubano Mercado. Y aunque tomó clases extracurriculares con el legendario David La Mole Ortiz, entre sus profesores de academia estaba, como catedrático auxiliar, Ricardo Pons de Jesús.

Catedrático desde el año 2000, el saxofonista Pons era ya un pez gordo de la música folclórica puertorriqueña y del jazz latino cuando en la navidad de 1996 se reunió en Nueva York con el percusionista Héctor Tito Matos y el flautista Alberto Toro para crear el grupo alternativo Viento de Agua. Su álbum debut, De Puerto Rico al Mundo, editado por Agogó, fue un verdadero suceso porque demostró que lo que estaba haciendo William Cepeda con la bomba no era único, y lo que hacía Plena Libre con la plena no era algo exclusivo. El tema De Puerto Rico a Nueva York era una pequeña joya en medio de una propuesta tan novedosa que acabaría en el catálogo del Smithsonian Institute.

Hablando alguna vez con Bobby Sanabria (colaborador del citado álbum), acerca de Viento de Agua, el también catedrático de la Manhattan School of Music argumentaba que lo interesante del grupo era la manera como había llegado al jazz partiendo de la interpretación más tradicional de la bomba y la plena. Para ello Matos y Pons habían reunido a leyendas del folclor como Sammy Tanco y genios del jazz como David Sánchez. Pero lo interesante es que el producto no era jazz sino música bailable, una efervescente e intensa música bailable.

Yo, por mi parte, le decía a Sanabria que resultaba curioso como la bomba de Viento de Agua sonaba tan parecida a la cumbia colombiana tradicional. Creía yo, en medio de mi ignorancia antropológica, que en algún momento de la historia los hombres que dieron origen a estos ritmos se tuvieron que cruzar, o que quizás tenían un origen común.

En lo que coincidíamos ambos eran en la forma tan inteligente en que habían utilizado las opciones de la timba, si es que así podía llamarse a ese acento con aire de hip hop que aparecía en ciertos instantes de la producción. Y digo “si es que así” porque en ningún lado aparecía citada la palabra timba.


Negrita ven, prende la vela

Fabio Andrés Ortiz bebió de esa fuente, al igual que toda su generación en la que destacan sus compañeros de estudios, el pianista Miguel Camilo, el bajista José Ayala, el baterista Moisés Reyes, el trompetista Josue Urbina y el brillante trombonista René Oliveras Dávila. Todos ellos lo acompañan en el disco que acaba de aparecer, Raíces de mi Timba. O sea, que hacen parte de la agrupación Puerto Colombia Ensamble.

En la grabación del disco, llevada a cabo en los Play Bach Recording Studios de San Juan, también intervinieron músicos contrastados como el trompetista Luis Aquino y el cantante Jerry Medina (¡nada menos y nada menos!) y músicos free-lance como los cantantes Javier Curet, Marianette Bermúdez y Ángel Pomales.

El disco arranca con el tema Siempre Soñé, declaración de principios de Ortiz. Un tema de salsa pero con ese matiz tan propio de Viento de Agua, que lo convierte en una especie de bomba timbera (o timba bombera) puertorriqueña.

Sigue Cañaveral, un clásico de la salsa colombiana que hizo popular la Colombia All Stars y que cantara el desaparecido Piper Pimienta Díaz. La Colombia All Stars fue una locura de Ley Martin y Jimmy Salcedo que se organizó en torno a Fruko y sus Tesos y a los músicos de una generación que en ese momento (1979) confluía en Bogotá bajo la dirección de Joe Madrid. Pimienta, Joe Arroyo, Wilson Manyoma, Juan Piña y Jairo Licasale fueron sus cantantes en dos shows en Bogotá y Barranquilla. Nunca llegó a grabar. Algún tiempo más tarde Carlos Carvajal organizó un grupo con el mismo nombre en el Central Park donde Piper Pimienta volvió a cantar Cañaveral.

Muchos años después (2005) hubo otro intento de Colombia All Stars que no pudo superar el mito anterior; y en ese interín de tiempo Javier Martínez Maya creó la Nariño All Stars, un estupendo intento que tampoco pudo acabar con buen pie en los estudios de grabación.

Nariño siempre ha dado músicos brillantes, algunos de ellos geniales, pero la generación actual que ahora despunta internacionalmente es excepcional. No hay sino que asistir a una fiesta privada o pública en Pasto (y ni hablar del festival PastoJazz) para encontrarse con un montón de talentos intercambiando solos tremendos como quien intercambia caramelos (cromos) en la puerta de un colegio. Tuve la fortuna de ver eso en una noche inolvidable en que en la tarima del Salón Iraka estuvieron la Charanga Azuquita y la banda Abran Paso. Fabio Andrés Ortiz es el auténtico “cerebro fugado” de esta generación donde también brillan Carlos Maya y Mario Fajardo entre muchísimos otros.

El tercer tema del disco es Prende La Vela, el famoso mapalé de Lucho Bermúdez. En manos de Ortiz su enfoque ofrece más salsa y menos timba y la canción es en su primera parte más colombiana y menos cubana, y logra un contraste interesante simbolizado por las variantes que ofrece el teclado. Pero a partir del minuto 2:00 se mete de lleno en la timba cubana frenética y se evapora el brillante efecto inicial.

Lo mismo le sucede al cuarto tema, Timba Dura, demasiado cubano y escasamente puertorriqueño.

El quinto tema es La Varita de María Angola. A diferencia de Timba Dura, esta canción es muy carnavalesca (pastusa o barranquillera, da igual) y tremendamente colombiana en toda su extensión. Y eso se ve en el tratamiento de las trompetas, en el montuno constante del piano y el uso del trombón en solitario. Si Ortiz quería un tema fiestero y tropical, este es perfecto.

Sigue Yo Me Llamo Cumbia, un clásico de Mario Gareña. En efecto comienza como cumbia pura y dura. La voz de Marianette Bermúdez se desenvuelve con tranquilidad en medio de un mar de contrapuntos y disonancias. El arreglo es estupendo, pero lo mejor es haber conseguido que una voz frágil no se perdiera ni pasara a un segundo plano.

Luego está Balcón Sagrado, sonsureño creado por un grupo histórico de un corregimiento cercano a Pasto, Los Alegres de Genoy. El grupo local de rock Bambarabanda ya había hecho una versión, a la cual alude el cantante en la introducción del tema. Balcón Sagrado es un homenaje al Volcán Galeras, el león pastuso, el símbolo de toda la región, y con toda seguridad uno de los grandes orgullos de Fabio Andrés Ortiz.

De tradición en tradición, el disco nos lleva a La Pollera Colorá, la gran creación de Wilson Choperena con un centenar de versiones a cuestas. En manos de Ortiz, la canción tiene un acento jazz aunque su tiempo es de cha cha chá. De esta forma sigue los lineamientos de la cumbia-jazz con variaciones que popularizó Francisco Zumaqué en los años 80 con su proyecto Macumbia.

El tema siguiente, Timba Colorá, es una prolongación del coro de La Pollera Colorá (“Pollera pa’ la negra, la negra pa’ la cumbia”), pero alejada de la pausa cumbia-jazz que ofrecía el tema anterior. Aquí sobran las intervenciones del cantante.

Es un hecho muy común en Colombia y Venezuela que los cantantes de salsa y de música tropical acudan a dedicatorias (“para mi gente linda”), gritos de ánimo (“bien chévere”), provocaciones al público (“histeriaaa, histeriaaa”), preguntas (“¿cómo está mi genteee?”) y onomatopeyas sin fin (“oye”, “mira”, “gozátelo”, “rico”, “vamo’ allá”). Pero se abusa y estos gritos y frases que pretenden animar, ensucian el tratamiento general. Y si en escena, aunque sea en aras de la motivación hacia el baile, resultan irritantes, imagínense cuando el disco ya está grabado.

El penúltimo tema es Láti Bá Ilú, muy cercano a los experimentos de Juan Felipe Valencia en la banda paisa Puerto Candelaria, lo que resulta curioso porque hay muchas similitudes en ambas agrupaciones, desde las más musicales como este tema hasta las nominales. Incluso la carátula de Raíces de mi Timba, llena de alegorías hacia el mito del vejigante puertorriqueño, y diseñada por el pastuso José Argotty, guarda cierta relación con las que hace Lina Rada para Puerto Candelaria.

Láti Bá Ilú muestra por fin a un brillantísimo Ortiz en las congas, repartiendo cuero con un solo muy rápido y abundante en golpes que es imposible no comparar con los del genial percusionista boricua Paoli Mejías. Allí, tras la introducción afro entra el jazz-fusion agarrado a la flauta de Josue Urbina.

El disco se cierra con Mardi Gras Monk, estupendo, magnífico, el tema más completo del álbum, muy a lo José Alemany & Cubanismo, pero también muy caribbean-beat en un marco de homenaje a la música de New Orleans y a la obra de Thelonious Monk a partes iguales. El solo de teclado muestra a un eficaz Miguel Camilo, pero es otra vez Ortiz quien se lleva las palmas con una demostración soberbia de ejecución.

Precisamente por eso queda uno con ganas de más muestras de todo ese talento en la ejecución de las congas. Fabio Andrés Ortiz ha puesto en Raíces de mi Timba a la orquestación por encima de la individualidad, lo que está muy bien como concepto, pero el sacrificio de escucharlos en más solos es muy grande.

Los solos instrumentales han sido una de las grandes pérdidas de la música del Caribe desde que la salsa se hizo romántica y el swing cubano derivó en timba. Y a lo mejor esa sea la forma de rebatir la tesis de Solsona.

José Arteaga

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