Yo quisiera algún día escribir algo como escribió María Teresa Vera.

Quisiera que una sola de mis palabras se sembrara en el aire y todos la repitieran sin mencionar mi nombre, abrigada y ardiendo, como el hombre del mundo hace hoy con las palabras que hirieron y salieron luego de la sangre de María Teresa Vera.

En un lento verano, sería feliz si de mi alma naciera algo con la cadencia que sus dolores le dieron al mundo, desde que comenzó en 1911, morena y desafiante, con una voz de andar todos los días, y en las alas de golpe cerrado de una “habanera”, hacer las antiguas navegaciones que tejieron ese ritmo tan triste: de La Habana a Buenos Aires, en los barcos de profundo aguardiente, que regresaban rebosando cueros y tasajo, con marineros melancólicos que ya cantaban su dolor desde la proa.

Lo dijo Borges una vez, en 1929, y no lo olvido:

“El primer organito salvaba el horizonte con su achacoso porte, su habanera y su gringo”.

María Teresa Vera con René Álvarez y Lorenzo Hierrezuelo

Yo quisiera cantar un solo día con el temblor perfumado de María Teresa Vera. Un bolero, una habanera, cualquier canto que me aleje de la noche y sus lágrimas.

Aunque fuera Nena Núñez y le pusiera versos a su más recordada canción, Veinte Años; casi nadie lo sabe, o lo que es mejor, ya no importa. Todos piensan y quieren que haya sido María Teresa quien lanzara cada día ese lamento que va acordonándose a nuestro cuerpo, y se hace hiedra con un gemir oculto, y nos abre los ojos, y viene nuestro primer amor a tocarnos la cabeza, en silencio, porque la habanera tiene esos giros, como de olvidarse de todo en el agujero de su dolor:

Si las cosas que uno quiere se pudieran alcanzar, tú me quisieras lo mismo que veinte años atrás”.

Si alguna fuerza superior me dejara viajar en el tiempo, verla nacer en Guanajay el 6 de febrero de 1895, en la calle San Fernando, esquina a San José, que ha de ser como todas las calles de pueblos pequeños, con sus mujeres barriendo el olvido de sus portales, bajo las tejas de donde cae la noche ya gastada. Si pudiera observarla desafiar al mundo en su estreno, en el Politeama Grande, cuyos cimientos nadie recuerda ya en la gran ciudad que ahora se lame las heridas.

Ójala pudiera conocer a aquel negro de voz dócil, Rafael Zequeira, y que sea nuevamente 1916, para hacer cualquiera de los cinco viajes que hizo junto a María Teresa a los Estados Unidos, y grabar aquellas placas descomunales que han sido el inicio de la memoria del hombre. Si pudiera ahora no dejarlo morir, herido de su última aventura, allí en Paula 54, entre Habana y Compostela, un día maldito de 1924 en que se fue desbrozando las hierbas turbias de la muerte para dejarla sola, espléndida y desprotegida, pero sola en su navegar de desamor. Me conformo con haber sido, una vez única, Rafael Zequeira, para cantar con ella y morirme de susto en la marea de un bolero.

Yo quiero antes de morirme de cualquier otro susto, haber cantado como María Teresa Vera, esa Mujer Perjura de Miguelito Companioni, y que la gente se arranque las espinas del corazón para que el amanecer les haga olvidar todo lo malo de una mala pasión, en la prisa humana por destrozarse contra los dientes del tiempo.

Si existiera algún Dios que me regale un pedazo del tiempo, y yo pudiera estar con su Sexteto Occidente, incendiando Nueva York, aquella noche del 24 de diciembre de 1925, viendo a Ignacio Piñeiro sacar del contrabajo las jocosas señales de aquel son irrepetible Yo No Tumbo Caña. Si yo fuera fantasma por un segundo, para conocer a Miguelito García y asombrarme del raro tres de nueve cuerdas que hacía vibrar el olvidado Julio Biart. No olvidaría tampoco su despedida de la Gran Manzana, el 19 de septiembre de 1926, en el teatro Apollo de la calle 125, entre la 7ma y la 8va avenida.

La salvaría, si pudiera, de que fuera 1933, y se jurara a Oshún, no porque no crea que Oshún era ella misma, sino para evitar que enmudezca dos años, obedeciendo la prohibición de Itá, en la cruel letra de los santos de ese año.

Alguna vez, si me fuera permitido ser por un momento Lorenzo Hierrezuelo en 1935. Cómo quisiera hacerle la segunda durante veintisiete años, en cualquiera de las novecientas canciones que sembró en el aire de mi país. Quién fuera Manuel Corona, por un segundo solamente, para gozar su júbilo sereno en Longina, ese desconsuelo que hizo bajar los ojos a nuestros abuelos. No hay placer más grande sobre la tierra que haberla visto estrenar, en la sala de su casa, Santa Cecilia; Mercedes o Aurora, gotas de sangre que rompen todas las distancias.

Sé que es mucho pedir. Ya sé que es imposible. La vida es tan injusta.

Sólo me queda ver girar el disco sobre el aire del tiempo, y que mi corazón viaje en el remolino, arrullado por su voz doliente y burlona, de mujer que se impone a cada herida, desfalleciendo, sobrepasando el día de comenzar a soñarla, cuando en un televisor sin colores, allá en 1965, el niño que yo fui, pudo ver a una viejecita de gafas sonreír con mucha timidez, mientras se arrancaba aquella cosa desconocida –el alma- bajo la noche impasible del mundo, y la soltaba, serena, ante el unánime estupor, para desaparecer por un pasillo de sombras.

Amanece hoy bajo el cielo de Catalunya. María Teresa ha venido nuevamente hasta mí, hace nacer mi país lejano en la mañana:

“es un pedazo del alma que se arranca sin piedad”.

Nadie me ve a esta hora. Yo aplaudo. Yo revivo. Soy el siglo invencible con su voz en mi costado.

 

Kabiosiles son retratos emocionales de los músicos de Cuba hechos por el poeta y narrador Ramón Fernández Larrea.

“Son textos sobre el son, el bolero, la guajira, la rumba, escritos desde el corazón de un poeta que intenta descubrir, en trazos breves y sentidos, la vida, las emociones, el rostro menos visible de un ramillete de hombres y mujeres que han hecho la identidad de un país”.

Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, 1958), fue habitual colaborador de Radio Gladys Palmera en sus inicios desde 1999. De aquella época datan programas fantásticos hechos con su puño y voz, como Memoria de La Habana y Al Tanto.

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