Daniel Santos, el inquieto anacobero
Esta es la vida de un artista inimitable, un divo de la guaracha y el bolero. Toda su vasta obra discográfica está en Colección Gladys Palmera.
El más arrabalero y bohemio de todos los cantantes que ha tenido el bolero (y la música caribeña tradicional) ha sido Daniel Santos Betancourt, generación puertorriqueña del 16, que desde muy joven se dio a la vida callejera, y al que apodaron sucesivamente “El inquieto anacobero”, y “El jefe”. Lo del Inquieto anacobero nadie supo realmente a que se debía, aunque todo parece indicar que anacobero era una manera de llamar a los tomatragos. Lo de El jefe es otra cosa.
Sucedió una mañana cualquiera, tras salir del bar El perro negro, situado en el sector más peligroso de Medellín, en Colombia. Daniel Santos fue con el cuerpo lleno de tragos a hacerse lustrar los zapatos. El embolador tras reconocerlo le gritó inmediatamente. “Jefe, jefe, la bendición. Usted es el que nos manda. A usted todos le rezamos”. Y le rezaban, porque Daniel Santos decía las cosas que todos querían escuchar y las decía de la manera que todos las querían escuchar.
Cantante de boleros, guarachas y mambos, comenzó a hacerse popular con el cuarteto de su padrino Pedro Flores, con quien grabó el éxito que le abrió las puertas. Se titulaba La despedida, y era casi un himno militar que comenzó a sonar en la radio al mismo tiempo que a él lo reclutaban para el ejército. Con pasaporte estadounidense en la mano, Santos se fue a combatir en la Campaña del Pacífico en diciembre de 1941 y La despedida no podía ser más elocuente: “Vengo a decirle adiós a los muchachos porque pronto me voy para la guerra y aunque vaya a pelear en otras tierras, voy a salvar mi derecho, mi patria y mi fe”.
Gracias a ese tema, la voz de El inquieto anacobero se convirtió en símbolo de lágrimas, abandonos, muertes y soledades, porque Santos fue un soberbio cantante que supo imponer desde temprano un estilo único, imitable tal vez, pero único y definitivo. No hay nadie en América Latina que escuche Linda, El corneta, El sofá o Virgen de medianoche, y no diga “ese es Daniel Santos”. De esa madera se han hecho los inolvidables como Carlos Gardel, Agustín Lara o Louis Armstrong.
Pero también el Jefe fue su imagen. En su voz y su apariencia de hombre de cantina, siempre se retrató a eso que se llamó en su momento Camaján; es decir, el petulante y retador, el de vestir impecable y de autosuficiencia total aún en las calles más sórdidas. A lo mejor fue por esa característica, que este Santos representó más, para ciertas personas, que los santos católicos de los altares.
A lo mejor fue también por eso que se le dejó hacer siempre lo que a otros les estaba prohibido, desde galantear a la esposa del vecino, hasta cargar marihuana con “licencia”, porque nadie le decía nada en los aeropuertos. Fue un personaje contradictorio que a pesar de lo anterior, encantó al mismo tiempo a las beatas y los bohemios con sus boleros de arrabal y sus guarachas de pasión. Eso si, le entregó sus mejores momentos a los presos al componer e interpretar Liberación, Amnistía y El preso.
Y de la misma forma, cantó un apocalíptico tema de Mundito Medina titulado El juego de la vida, donde decía: “Cuatro puertas hay abiertas al que no tiene dinero: el hospital y la cárcel, la iglesia y el cementerio”. Quizás por eso, Daniel Santos haya rebasado los límites del bolero para acercarse al público del tango, la ranchera y el pasillo, más habituado a este tipo de dramas. Otros de sus éxitos incontestables fueron Dos gardenias y El que canta, cuya letra daba cuenta de su talante: “Porque el que canta dice mucho y sufre poco, porque el que canta olvida su dolor”.
El inquieto anacobero fue un personaje de contrastes. Vivió en el estado más anticubano de Estados Unidos, pero viajó a Cuba cuando se le vino en gana a describir las bondades de la revolución. Tuvo a su hijo trabajando en el Pentágono y proclamó a cuatro vientos la independencia de Puerto Rico. “Fuera yankee, go home, fuera yankee, go home” decía sin la menor huella de remordimiento.
Murió a los 76 años con diez matrimonios a cuestas, doce hijos, doce nietos, siete biografías, mil conciertos, mil giras, quinientas canciones y cien discos. Fue cantante, compositor, camaján, bohemio, actor de cine, de televisión y ; reo, prófugo, soldado y agricultor. Cantó con los personajes más disímiles como el catalán Xavier Cugat, director de una big band de rumbas en Nueva York, y el colombiano Pedro Laza, director de un grupito de fandangos en Barranquilla.
Interpretó a Carlos Gardel, a Julio Jaramillo, a José Alfredo Jiménez, a Javier Solís, pero sobre todo fue famoso por sus discos con la Sonora Matancera, por todos esos discos, como aquel que decía: “Por siempre se me ve tomando en esta barra, tratando de olvidarla por mucho que la amé. No importa si me ve llorando esta desgracia, pero la amaba tanto que aún no puedo comprender”… Por eso fue un ídolo y lo sigue siendo.