Hasta su última aparición Carmen Miranda quiso ser ella. Apareció en la televisión con sus tacones imposibles y sus tocados inverosímiles. La frutería de su cabeza la hizo única. Medía 1,52 y sin alzas y tutti-frutti hubiera sido poca cosa y no se la hubiera conocido como “La bomba atómica brasileña”. Lo curioso es que era portuguesa, nacida en un pueblo de 300 habitantes.

Hasta su última aparición Carmen Miranda quiso ser ella. Apareció en la televisión con sus tacones imposibles y sus tocados inverosímiles. La frutería de su cabeza la hizo única. Medía 1,52 y sin alzas y tutti-frutti hubiera sido poca cosa y no se la hubiera conocido como “La bomba atómica brasileña”. Lo curioso es que era portuguesa, nacida en un pueblo de 300 habitantes.

Pero fue mucho más que una cesta de frutas en la cabeza y unos tacones. Bajo la máscara sonriente se ocultaban su adicción a las anfetaminas y los barbitúricos y el trauma por no poder tener hijos. En el plano profesional, popularizó la samba en Brasil y el mundo entero, triunfó en Hollywood y se convirtió en la mujer que más dinero ganó en Estados Unidos durante 1946, por delante de Bob Hope, Cary Grant o Humphrey Bogart.

En 1939, el transatlántico Uruguay atraca en el puerto de Nueva York, y Carmen desciende. Un grupo de periodistas la recibe. En el atroz inglés que ha aprendido durante el viaje, sólo acierta a decir: I say mónei, mónei, mónei. I say mónei, mónei, mónei and I say hot dog. I say yes, I say no. I say mens, mens, mens”.- casi, tan inteligible que Madame Botella, pero con gracia-.

Esas palabras, tan simpáticas e inocentes, serían su condena. Broadway y Hollywood no le permitirían nunca más expresarse de otro modo. A cambio, ya en su primer mes de shows en Broadway, fue portada de todas las revistas, y el New York Journal American decía de ella que “es el mayor evento en nuestra relación con América del Sur desde el canal de Panamá”.

En todos los filmes ejercerá de latinoamericana, según los guiris hollywoodienses, es decir; una mujer apasionada, tonta, que sabe bailar, pero parlotea inglés. En apenas cinco años se hizo un hueco entre la aristocracia de Hollywood. Montó con John Wayne y Clark Gable una compañía petrolera en Texas, conoció a Howard Hughes, Groucho Marx y Ava Gardner.

Su marido fue un desastre del que se negó a divorciarse, así que los barbitúricos eran su compañía. Profesionalmente siempre estuvo encasillada y obligada a llevar una cesta de frutas en la cabeza. Una vez le preguntaron por qué seguía y ella respondió: “Bananas is my business”, frase que daría título, en 1994, a un docudrama sobre su vida realizado por la brasileña Helena Solberg.

En 1946 compra a la Fox su contrato por 75.000 dólares y rueda Copacabana, con Groucho Marx. La película fue un fracaso. Después de una depresión y algunas sesiones de electroshock, tuvo fuerzas para volver a trabajar en Hollywood. Aguantaría unos meses. La mañana del 5 de agosto, tras desvanecerse la noche anterior en el show de Jimmy Durante, su empleada doméstica la encontraba muerta y “aferrada a un espejo de mano” en su mansión de Beverly Hills.

La estética del exceso fue su seña de identidad. Subida en unas plataformas imposible -fue la reina de ese zapato- y con una cesta de frutas sobre la cabeza Carmen era maximalista y todo le parecía poco, así que acumulaba frutas y movimiento.

Carmen es otra que pertenece por derecho propio a mi santoral de mujeres irrepetibles.