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No necesitaba fingir, las letras evocaban las desdichas de la miseria y la Piaf, muchas veces al borde del llanto, sólo tenía que dejarse llevar.

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Edith Piaf es a París y al amor como Lola Flores es a España o Dolly Parton es a América. Un acabado dibujo del mapa que las vio nacer. Edith tenía todos los ingredientes para no salir de la calle. Hija de unos alcohólicos de vida turbia, del abandono y la desgracia, la que más tarde sería la cantante francesa por excelencia, buscó tan desesperadamente el amor hasta el final de su vida, porque mientras crecía, entre el burdel de su abuela, el circo y la calle, jamás lo tuvo.

Montand y Edith.

Cuando contaba 16 años cayó en brazos de un recadero que la dejó embarazada: una historia de radio para oírla en porterías. La niña malnutrida murió cuando tenía dos añitos. El empresario que la descubrió cantado en pleno barrio de Pigalle, le puso el nombre de Edith Piaf. Era la edad dorada de la “chanson” y de los escenarios cinematográficos de las riberas del Sena, también llamados “quais”.

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Las acordeones sonaban, los enamorados se enamoraban y París era el destino de norteamericanos ricos, y de recién casados que al llegar exclamaban ¡Paris, oh la la!

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Todo era hermoso entonces incluso para Edith, hasta que su protector Louis Lepleé murió dejándola sin el “papa” que la cuidaba. A partir de ese momento la Piaf comenzó a beber y a desarrollar un apetito voraz por los hombres. Ajena a su fama amó a todos los que se le antojaron. Generosa con su voz y su monedero, cantó canciones de ellos y para ellos, dilapidó su fortuna acompañada por ellos y pasó de una cama a otra, sin el más mínimo pudor. “No me arrepiento de nada, barrí todos mis amores”, proclamaría en su célebre ‘Non, je ne regrette rien’ .

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Su gran amor fue el campeón del mundo del boxeo Marcel Cerdan. Bulímica de sus abrazos, Edith precisaba tenerle siempre a su lado y Cerdan ya empezaba a descuidar su forma, cuando el avión en que viajaba de París a Nueva York para ir al encuentro de la cantante, en ese momento reina del Carnegie Hall, se estrelló. Hundida por el dolor, empezó a consumir morfina. Fue a él a quien dedicó su versión más conmovedora de ‘Hymne à l’amour’. Su gran amistad y algo más con Marlene Dietrich fue apasionada y atormentada.

Con Jean Cocteau.

Ives Montad, Georges Moustaki que escribió para ella “Milord”, Charles Arnavour fueron romances cantados y otros muchos filmados como el gran Brando, tras algunos de usar y abusar, que le doblaban la edad un peluquero griego llamado Théo Sarapo fue el último en pasar la mano por su cabeza. Sarapo murió con 34 años en accidente y reposa a su lado en el Pêre –Lachaise.

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Edith fue grande, pero en la vida era inmensa para ella. Su estatura no le impidió ser un gigante en los escenarios y un pequeño gorrión en los vaivenes del amor.

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Siempre oiremos La Vie en Rose y nos quedará París.

 

 

 

 

 

 

 

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